De niño era emulador de los héroes deportivos. Toda mi voluntad la encaminaba a asimilar las disciplinas que exigía el balonpié. Raro era el día que no practicara con la pelota. Los niños admirábamos a esos intrépidos que plantaban cara al miedo. Solo en el vencedor reconocíamos al hombre afortunado. No sé exactamente cómo, pero poco a poco tales devociones se fueron enfriando. Debió de jugar su papel el crecimiento.
Con la adolescencia, mi vida acusó un notable giro. La última vez en que acudí al estadio para presenciar mi postrer partido del equipo local mi entusiasmo ya se había enfriado. Seguramente, tal hecho obedeció a un desencanto paulatino. Por entonces me inquietaban otras preocupaciones. Adiviné que en el fútbol dominaban otras valoraciones más allá del pundonor deportivo. Me sentí aislado en la grada, rodeado de una multitud exaltada y eufórica que recriminaba al árbitro e insultaba sin pudor a aquellos jugadores que no gozaban de su beneplácito. En ese momento debí sentir una náusea comparable a la de Sartre. La que creía mi mayor afición comenzaba a procurarme más motivos de indiferencia que de curiosidad, cuando no de reproche.
Por entonces entraron los libros en mi vida junto a un sentimiento de rebeldía frente a cuanto me rodeaba. De ser un niño dócil y dichoso, comencé a observar con recelo en derredor. Se me hicieron evidentes las lacras sociales, la disparidad de afanes con quienes me rodeaban. Perdí el interés por el deporte, y estimaba reprobables a quienes, a mi juicio errados, ponían su interes y admiración en los ejercicios atléticos frente a otras disciplinas que, en esos momentos, yo juzgaba más fundamentales para la realización humana como eran la cultura en primer término y de otro lado la política, aunque a esta última nunca llegué a tomármela en serio. Estas discrepancias con lo establecido llegaron a agriar mi adolescencia y juventud. Supongo que me convertí en un joven desencantado, que progresivamente fue desfigurándose. Los estudios se me volvieron engorrosos, aislado en un pupitre rodeado de otros, donde alumnos de distinto pelaje manifestaban escasas conincidencias conmigo y profesores intransigentes velaban por su peculio y reputación. Mi único refugio, pues, eran los libros, que me acompañaban durante las frecuentes deserciones de las clases, escapando al campo o a la orilla del mar. Me matriculé por dos veces en 5º de bachillerato, pero a mitad de curso tuve que abandonar. Quedé al pairo y con el descontento de mis padres, que no sabían lo que iría a ser de mi vida. Sin nada a lo que agarrarme, mi única esperanza fue leer y leer. Imbuirme de conocimientos y experiencias, que por las vías habituales se me negaban.
Mi padre era aficionado a la literatura. Sabía de memoria párrafos entreros del Quijote, de Platero y Yo, poemas de Bécquer, Campoamor, Espronceda. Supongo que fue él quien inflamó la llama literaria en mi corazón. Leí cuanto libro caía en mis manos, y de tanto frecuentarlos se despertó en mí la ambición de ser escritor. Me concedieron y me concedí una año para abrirme camino en el mundo de las letras. A lo más que llegué fue a pergeñar los borradores de dos malas novelas y unos pocos cuentos desaboríos, junto a unos avergonzantes poemas inmaduros. Cuando acabó el plazo hube de lanzarme a buscar trabajo, probando en distintas ocupaciones sin cuajar en ninguna. Escapé por un tiempo a Madrid, Barcelona, Valencia, sin conseguir tampoco labrarme camino. Ya desesperado, tanto yo como mis padres, logré colocarme como peón en la empresa en donde trabajaba mi padre, en la que resistí hasta mi jubilación. Cuando alcancé en aquélla cierta estabilidad, escribí y publiqué seis libros con discutible acogida, pero que a mí han servido para fortalecerme como escritor no profesional, como diría Cortázar. Y habiendo llegado a estas alturas, uno comprueba que la vocación literaria es bien distinta a como se imaginaba y que los escritores, aun los laureados, no son tan insignes varonnes como los venerábamos, y que el oficio de escribir no colma la copa de nuestros anhelos, y sí delinea los perfiles de sus carencias, lejanos del ideal al que el hombre aspira. Sí la meta más noble de una persona es alcanzar la virtud, en los textos literarios no encontramos a ésta sino su evocación. No está en Píndaro la virtud sino en los héroes a quienes loa. ¿ Puede suponer la gloria literaria el fin supremo del hombre? ¿La prosecución de la belleza quizá no nos aleja de ese otro orden en el que impera la virtud? Mishima pareció verlo claro. El ejercicio literaro ablanda, sensibiliza, afecta, femeiniza, no vuelve hedonistas del placer verbal que narcotiza otras voluntades. El héroe no es quien escribe sino sobre el que se escribe.