Durante la infancia y buena parte de la juventud viví con la creencia de que mi providencia, mi destino estaba en manos de Dios, de que nada acaecía sin su voluntad y que Él velaba librándonos de todo aquello que nos sobrepasaba, y que nos encaminaba hacia ese fin dispuesto por su voluntad. Durante la dictadura franquista la ideología nacional- católica asumía este hecho de forma natural. De modo que cuando venían mal dadas, uno se encomendaba a Dios, confiado en su indulgencia. En mi caso, se producía un hecho discrepante, como era la circunstancia de que mi religión no fuese la católica sino la protestante. Tal singularidad hacía que no me identificase con el régimen, que demandaba lealtades incontestables. Siempre tuve la sensación de que vivía en un estado opresor, en el que cualquier transgresión era purgada de forma drástica. Aunque siempre debemos contar con la perspectiva de esa tierna edad en la que se vivía bajo tutela y obediancia a unos padres, los cuales a su vez obedecían a un estado autárquico, de los cuales la familia no era sino otro de sus engranajes, por otra parte seculares.
Con la demoracia, y el desarrollo económico, industrial y tecnológico, se produjo una transformación de la sociedad, y comprendimos que no era sólo el poder divino el que vigilaba y reconducía nuestras vidas; que otras fuerzas inclasificables y solapadas se habían adueñado del hilo de las Parcas, y reconducían el destino hacia otros prados que no tenían por qué ser los plácidos y esplendorosos lugares de reposo del evangelio. Hoy nos damos cuenta que el lugar que Dios ocupaba ha sido conquistado por otras potestades okupas. Como bien predijo Nietzsche, Dios ha muerto o ha sido relegado a un lugar irrelevante, pero que a su vez el hombre no ha elegido la senda de esa humanidad superior que postulaba el filósofo en su sueño aristocrático. Por el contrario, estan triunfando todas las fuerzas desintegradoras, disipadoras, con el objetivo de conformar una sociedad de esclavos, condenados por su abulia y sus vicios a la Gehena., y que se precipitará como un rebaño endemoniado en el abismo.
Frente a este caos, sólo resta una esperanza: poner la mirada en Cristo, quien con su muerte y resurrección libró al mundo de su condena; haciendo que triunfara frente a toda maldad, contra toda ignominia, contra toda desolación, el reino de la dignidad, del amor y la justicia. Ninguna ideología puede suplantar esta verdad. No hay otro rescate para el hombre.
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