La Casa

 


Han pintado la casa de negro; ahora parece como enlutada. Era la casa de mi infancia, ante cuyas ventanas se me abrían todas las esperanzas. La casa debe de ser centenaria; permanece desafiando las décadas, acaso porque una imprevisión arquitectónica de un edificio colindante impide su demolición para construir una nueva. La casa ya no es mi casa, la que fue, pues los bajos que habitábamos entonces, hoy el uno es un bar y el otro una peluquería. Se han eliminado sus ventanas y derribado los tabiques. La antigua puerta del portal ha sido sustituida, y en los pisos altos se han colocado ventanas nuevas de aluminio. El viejo inmueble como tal solo persiste en mi memoria, en esa memoria en que también perviven mis padres y las abuelas. ¡ Cuántos recuerdos! Quizá sean los de entonces los recuerdos más nítidos. La infancia siempre camina contigo; parecen tan presentes algunos de sus momentos!

No me cansaba, llevado de esa inquietud infantil que no se fatiga de apurar la vida, de mirar a la calle a través de ese ventanal de madera, en el que ya se percibían los agujeritos de la polilla, blindado por una reja de hierro rematada por puntas lanceoladas, tutelando nuestra seguridad.  Por sus cristales fijados con masilla, en los que se percibían gotitas minúsculas de la última pintura y acechábamos a las moscas durante el verano, vigilaba la calle, aún sin asfaltar, donde en el socavón frente a la puerta se formaban grandes charcos cuando llovía y a los que una amistad familiar, durante la visita del domingo, motejaba como Venecia Street. En frente se levantaba el muro de un chalet, cuyos propietarios, ya ancianos, debían de gozar de cierta economía de la que no disponíamos los de la acera opuesta. Pues no era usual gozar de un jardín y una vivienda holgada entre el común del barrio. Allí era donde solía acabar el balón, tronchando algún geranio, cuando jugábamos a la pelota y algún patachula lo enviaba al otro lado del muro. Entonces sabíamos que si la recuperábamos sería con algún pinchazo, fofa, inutilizada para el juego. Así llegué a perder hasta un balón de reglamento, que para mí era acaso el objeto más valioso, fruto de mi mayor pasión, el fútbol. Pero no merece la pena hablar de tales mezquindades de vecindad. Porque asomado a aquellas ventanas veía desfilar el inquietante río de la vida, de todas las novedades que estimulaban la imaginación de un niño; ante el rumor de otros niños callejeando, bajaba veloz los escalones del portal y me sumaba al corrillo que jugaba a churro, al tranco, al tú la llevas; o me llenaba de emoción cuando pasaba frente a ella esa niña rubita de vuelta del colegio, rezagada del grupo de colegialas uniformadas; o sentía asimismo el transcurrir del tiempo cuando cada tarde aparecía el hombre de la bicicleta que, con ayuda de una larga pértiga, rematada por un gancho, accionaba el contacto de la bujía que, precariamente, iluminaba la calle al caer la noche. Esa noche poblada por la amedrentadoras fantasías del cine, de las que nos saturábamos en sesiones dobles en las salas más populares de la barriada. Y si, una vez en la cama, apretabas los puños contra los ojos, en la oscuridad parecían verse extrañas formas.

En efecto, aquella calle y aquella casa fueron testigos de casi todos los descubrimientos de la infancia, del despertar al mundo, del martirio de los deberes escolares cada tarde, de la desolación en las mañanas por abandonar el hogar camino del colegio, del reconocimiento de que habíamos nacido en una familia con escasos recursos y que por tanto la responsabilidad del futuro dependía de nosotros, del descubrimiento de la virilidad que daba un vuelco a nuestra conciencia de las cosas, de las primeras visitas de la muerte con fragancia mustia de rosas y vaciedad de ausencia, de la primera televisión por la que supimos que el planeta era más grande de lo que creíamos, de los atardeceres de verano cuando sacábamos las sillas a la fresca y ante nosotros desfilaba ese pequeño mundo de un barrio apartado en una ciudad provinciana, y saludábamos a fulano y a mengano y hacían corrillo las comadres, distraídas a veces en su calceta, sentadas en sus sillas de anea, contando fruslerías y cotilleos, y entorno a las cuales merodeábamos los chavales como moscones. Pero por muchas cosas más recuerdo aquella casa, sobre todo porque entonces se daba toda la esperanza, y se mire por donde se mire la vida era más luminosa, menos cuando tocaba llorar, como esa vez en la que me atropelló una bicicleta cuando salía atolondrado a la calle, o esa otra cuando aquel hombre airado me dio una bofetada, por el hecho de ser un niño molesto, y supe de la inclemencia de los mayores.

En la casa había una ventana, hoy cegada, que daba a un callejón que accedía a la portería de atrás. En ella a su vez vivían cuatro familias. Los patios de ambas viviendas eran colindantes. Creo recordar que existía una ventana que los comunicaba. En ellos se lavaba y tendía la ropa, rebosaban las macetas y se criaban algunos animales para sacrificar, aves o conejos. Se situaba también allí el retrete. Por muchos años carecimos de ducha. En la vivienda lindante vivía un matrimonio con familia numerosa. Algunos de los hijos eran ya mayores, pero con el menor me unió una estrecha amistad. Como me llevaba un par de años, reservaba para conmigo cierto ánimo tutelar. El se hallaba más curtido y familiarizado con los manejos de la calle, y sabía afrontar las situaciones. En muchas ocasiones fue mi valedor, en otras mi samaritano. El me llevó a saborear la sensación de la incertidumbre de la libertad. Podría decirse que era mi contacto con ese otro mundo que acechaba y que amenazaba tragarme en su incontrolada turbulencia. Fui un niño criado a la luz del evangelio, constreñido por algunas cuantas barreras que no se podían traspasar.

Los chavales de aquella casa formábamos un contubernio bien avenido. Compartíamos el juego de canicas y nuestras fantasías. Por el cine y los tebeos admirábamos sobre todo a los hombres aguerridos, que muchas veces conocíamos a través de los peplums italianos. ¡Qué decir de Hércules, de Sansón, de Maciste! O de esos antiguos pueblos guerreros que sembraron el pánico en épocas olvidadas. Los romanos, los vikingos, los piratas, esos osados del mar. Se daba entre los golfillos de las diferentes manzanas que constituían el barrio el ánimo de asociarse en pandillas, bautizadas con sonoros nombres. La más temida era la de los Piratas, cuya bandera negra solían ondear durante sus razzias, de las que no se libraba algún destrozo o la desgracia de algún niño magullado o descalabrado. Ocurriósenos a los de la calle formar a su vez una banda, que se llamaría ostentosamente de los Vikingos, pues encontrábamos virtudes que emular entre tales pueblos hiperbóreos. Mi hermano, que era ducho en el dibujo y las manualidades se encargó de confeccionar la bandera, en la que destacaba el busto de un rubio guerrero de Scandia con su cornamenta. No tardamos en construir un túmulo a la puerta de casa y plantar allí la bandera. Tal osadía no tardó mucho en llegar a oídos de los contrincantes, que se apresuraron en atacar el fortín y robar la bandera en represalia. Debía de hallarme yo solo en casa cuando descubrí que el estandarte había sido robado. Temeroso y no sabiendo qué hacer, recurrí a mi abuela que vivía al lado. Y así partimos los dos, emboscado yo en su corpulencia, dispuestos a recobrar el honor de los Vikingos. Seguimos la pista de aquellos forajidos hasta un descampado. Ya habían huido cuando llegamos, pero la bandera, o lo que quedaba de ella, yacía en un hoyo, a medio quemar y empapada entre el olor rancio de lo que debían de ser orines. Fue aquel un penoso aprendizaje que me llevó a especular sobre lo ominoso que podría aguardarme en tiempos futuros. Mas siempre quedaba el consuelo de volver al hogar.

Verdaderamente, era una casa pobre, de alquiler, pero era la que mi padre, con los sueldos míseros de entonces, podía permitirse. La casa, sin embargo, estaba llena de niños,de juegos, de risas, de una densidad de vida que parece haberse perdido. Quizá no fuéramos felices del todo, pero quién lo era. Se dieron muchos días de penas, pero también hubieron otros de alegrías. Observábamos las lacras que acontecen a la pobre gente, pero contábamos con el convencimiento de que algún día las cosas mejorarían. Han pintado la casa de negro; sin duda, un color excesivo.

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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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