¿ Sabré los besos que aguardan
henchidos de nostalgias,
de puras renuncias que se fueron
como bajel que traspone el horizonte,
como lamento que ahoga el pañuelo?
Antaño creí que tales deleites serían míos,
que su cuerpo tentador conocería mi abrazo
y su alma se fundiría con mi desesperación,
y no su desamor con mi despecho.
Una vez fui suyo; no sé si ella
deseó con igual deseo;
pero en la seducción siempre hay
una adorador y un dueño.
Esta tarde creí volver a verla;
se parecía pero no era ella.
Yo hojeaba unos libros
en una librería-café
a la que acuden los pedantes
y otros adeptos al ocio y...
El que tenía en mis manos,
era un libro de Mann, ilustrado;
las láminas destacaban
por un azul de mar al fondo,
sobre el que se perfilaba
la desnudez de un muchacho,
una franja beige de arena
y un cincuentón caminando,
solitario, junto a unas barcas.
Ojeaba las estampas
pero mi atención divagaba.
Sentí como si algo recorriera
mi cuerpo, como si el instinto
agazapado fluyera y una mirada
tangencial me codiciara
con sensual agitación en el alma.
No tardó en levantarse incitada
para curiosear inquieta entre las baldas,
entresacando algún libro,
sugiriendo una invitación al encuentro,
una cómplice intimidad literaria.
Pero prevaleció de nuevo
la cautela al venial deseo;
adquirí un ensayo aséptico de Kant
y, mitigando mi voluntad cierto desmayo,
me ausenté meditando
que la veleidad y el sexo
no son buenos consejeros.
Para un corazón en barbecho
no son recomendables
los furibundos flechazos
ni los pretéritos braseros
donde aún se fraguan
apetitos insinceros y lúbricos abrazos.