Los destellos del atardecer en Cannaregio tiñen de enjoyados oros las aguas encandilantes del Gran Canal. En esos momentos en donde se reposa el vértigo del tiempo, su logos se vuelve moroso fluir, sosegado preámbulo del sueño ignoto de la noche, cuya negra góndola navega la laguna oscura del universo, y trascribe ese pulso dilatorio donde despiertan las nostalgias en el viejo "yo" por diluirse en el todo, en un impulso de desbordarse de sí mismo, enajenándose en el otro con ese anhelo inagotable e insaciable de la música del Tristán. Música que conoció su génesis en esa fascinación evocativa de los canales, en el canto nocturnal de los gondoleros, que rasgaban la soledad de los recodos más intransitados de los fiume con las sugerencia cromáticas de sus voces. Mientras uno es mecido por el bogar liviano de la góndola, ensimismado su ánimo por el períodico chapoteo de las aguas contra la proa, el ánimo atento en ese viejo decorado de Venecia, con sus edificios semiruinosos, de paredes descarnadas por el paso de las edades, de ventanales que guardan los secretos de su intenso pasado y en cuyo bosque de chimeneas solo muy aisladamente reaparece el rastro del fuego, que con la inquietud del humo la rescata del sortilegio del olvido, suelen asaltar esos espectros siempre presentes de su memoria, llenando cada vivencia con sus ecos legendarios, y, es entonces, en lo recondito de su laberinto, donde parece resonar la cadencia enigmática del corno inglés de Kurvenal.
El viejo Wagner recaló de nuevo en Venecia huyendo del ambiente agobiante de Wahnfried; su precaria salud lo requeria; aunque era habitual que cada invierno emprendieran ese peregrinaje itinerante por los paisajes del sur. Los inviernos crudos paralizaban la vida de Alemania, pese a que cuando partieron los ecos del Parsifal eran controvertidamente celebrados en muchas veladas y cenáculos. Junto a la prolija corte que los acompañaba, la familia Wagner se instaló en el mezzanino(entresuelo) del palacio Vendramin-Calergi; desde allí se podía contemplar el palpitante devenir de Venecia, el continuo tráfico desde el ferrovia hasta Rialto en el fluir de esa arteria esencial que suministra vida a la ciudad.
El Palacio Vendramin es uno de los más valiosos ejemplos del renacimiento veneciano, obra de un arquitecto que ha aportado obras fundamentales a la urbe inaudita: Codussi. La elegancia de su fachada resuelta en la armoniosa simetría de sus ventanales geminados, le dan un carácter preeminente entre el resto de palazzos que lo circundan. A este selectivo elitismo se acogió Wagner para, sin él saberlo a ciencia cierta, representar su ocaso con esa parsimonia solemne de las marchas lentas bethovenianas 0 los dilatados largos del barroco. Ocupaban los Wagner en el palacio amplias habitaciones y contaban con un pequeño jardín donde desarrollaban sus juegos los niños. Aunque la estancia se limitó a los breves meses de invierno, se acogieron a su hospitalidad los más variados y célebres huéspedes. Litz pernoctó allí varias semanas, y fue más que prolongada la estancia de Richter, Levi, Jukovsky y Humperdinck. Durante las melancólicas veladas invernales, al calor del fuego, se leían las más sugestivas obras, cuyo índice casi siempre se plegaba al magisterio del compositor. El espiritu de la Ondina parecía serpear, como las hijas del Rhin, en las aguas del canal cada tarde y con sus voces llenaban de incertidumbre el corazón del viejo luchador que dió a la música sus mas sombrías simas y sus más excelsas plenitudes.
Aquel viejo atardecer de Cannaregio, donde destellaba un sol frío de desabridos reflejos, entonó al fin la lúgubre melodía para desposar definitivamente el modular sigiloso y estremecido de la música más sublime con la fisonomía paradójica de la más insólita de las ciudades. La góndola lúgubre sigue bogando, bajos los celajes verdiescarlatas que tintan de lánguidas nostalgias los ocasos, las aguas friolentas del Gran Canal, mientras persisten las notas inflamadas de los anhelosos tormentos del amor trascendido del Tristán, que se pierden como un eco desvaneciente en las lejanías eternas del mar.
El viejo Wagner recaló de nuevo en Venecia huyendo del ambiente agobiante de Wahnfried; su precaria salud lo requeria; aunque era habitual que cada invierno emprendieran ese peregrinaje itinerante por los paisajes del sur. Los inviernos crudos paralizaban la vida de Alemania, pese a que cuando partieron los ecos del Parsifal eran controvertidamente celebrados en muchas veladas y cenáculos. Junto a la prolija corte que los acompañaba, la familia Wagner se instaló en el mezzanino(entresuelo) del palacio Vendramin-Calergi; desde allí se podía contemplar el palpitante devenir de Venecia, el continuo tráfico desde el ferrovia hasta Rialto en el fluir de esa arteria esencial que suministra vida a la ciudad.
El Palacio Vendramin es uno de los más valiosos ejemplos del renacimiento veneciano, obra de un arquitecto que ha aportado obras fundamentales a la urbe inaudita: Codussi. La elegancia de su fachada resuelta en la armoniosa simetría de sus ventanales geminados, le dan un carácter preeminente entre el resto de palazzos que lo circundan. A este selectivo elitismo se acogió Wagner para, sin él saberlo a ciencia cierta, representar su ocaso con esa parsimonia solemne de las marchas lentas bethovenianas 0 los dilatados largos del barroco. Ocupaban los Wagner en el palacio amplias habitaciones y contaban con un pequeño jardín donde desarrollaban sus juegos los niños. Aunque la estancia se limitó a los breves meses de invierno, se acogieron a su hospitalidad los más variados y célebres huéspedes. Litz pernoctó allí varias semanas, y fue más que prolongada la estancia de Richter, Levi, Jukovsky y Humperdinck. Durante las melancólicas veladas invernales, al calor del fuego, se leían las más sugestivas obras, cuyo índice casi siempre se plegaba al magisterio del compositor. El espiritu de la Ondina parecía serpear, como las hijas del Rhin, en las aguas del canal cada tarde y con sus voces llenaban de incertidumbre el corazón del viejo luchador que dió a la música sus mas sombrías simas y sus más excelsas plenitudes.
Aquel viejo atardecer de Cannaregio, donde destellaba un sol frío de desabridos reflejos, entonó al fin la lúgubre melodía para desposar definitivamente el modular sigiloso y estremecido de la música más sublime con la fisonomía paradójica de la más insólita de las ciudades. La góndola lúgubre sigue bogando, bajos los celajes verdiescarlatas que tintan de lánguidas nostalgias los ocasos, las aguas friolentas del Gran Canal, mientras persisten las notas inflamadas de los anhelosos tormentos del amor trascendido del Tristán, que se pierden como un eco desvaneciente en las lejanías eternas del mar.