En el hombre de hoy, a quien es común el viaje, el alma se enriquece y palpita con los más variados paisajes. Se contrista con los brumosos del norte, festeja los azules bañados por el brillo diamantino de sol, en el mediterráneo, fondeando como un bajel en las radas turquesas de sus amaneceres. Paladea las sensaciones que en su gusto dejan, como las texturas de un buen vino, las feraces vegas francesas y agradece con bucólica sensualidad la liviana melodía que en su sentimentalidad infunde la dulzura de las colinas de Italia, insinuándose como suaves senos de doncella sobre la blandura fértil de la campiña que baña un río.
He visto los depresivos grises del Septentrión anunciando pesimistas crepúsculos, allá por las costas holandesas; he navegado el policromo optimismo de la marina grande de Capri, complaciéndome desde sus miradores en esa satisfacción hedonista que solía embargar, antes de que el Vesubio eruptara, a los viejos emperadores, como en nuestros días engatusaba a los más renombrados magnátes. Allí, asalta la tentación de creerse en el paraíso, cuando su más íntima realidad quizá diste mucho de parecerlo. La sed de nuevos paisajes me ha llevado también hasta los verdes valles tudescos, que extienden el tapiz de verdura de sus prados hasta las vaguadas boscosas, guarnecedoras de las cumbres azuladas donde todavía blanquea -es bien entrado el estío- la remolona nieve del invierno. En la quietud de los fríos lagos de Centroeuropa, en la profundidad de los valles mineros galeses, en el mítico azul del Egeo, he rastreado esos paisajes que puden hablar al alma, que susurran sus canciones de nostalgias como el viejo Eolo, cuyas melodías hacen mecer los juncos en las orillas de los arroyos secretos. He querido columbrar estos panoramas como si escrutara en el interior de mi alma, y he descubierto qué ésta ya tenía su paisaje.
¡Perdidos paisajes de mi tierra! La angustia adolescente me llevaba siempre al mar; su inmensidad azul me conducía normalmente lejos, a los territorios del ensueño, donde prevalecía ese albur de lo incierto, una tierra de promesas que pretendía conquistar con el deseo. Pero frente a ese universo novelesco, generado por la rebelde avidez de mis limitaciones, surgía el genuino encuentro con el campo alicantino. Intimaba con él las mañanas de novillos, donde en lugar de emprender la árida ruta de la escuela, descendía hasta el camino pedregoso que me adentraba en la soledad fecunda de los campos, llena de sonidos, de aromas, de colores, ocres o pardos, contrastando con el azul terso y puro de los cielos. Allí, mientras la mañana iba madurando en ese tiempo vital, no abstracto, de lo creado, las voces que se escuchaban no eran de exigencias, de disciplinas, de recriminaciones; eran los sonidos de la vida, el trino de los pájaros, el balar del ganado, el ladrido del can, el cacarear de las gallinas..., esos sonidos inusuales y genuinamente cotidianos, distintos a los estrepitosos y rutinarios que aturden en las calles de la ciudad desgajada y sin raíces. Hasta mí llegaba el aroma de los huertos feraces, el olor penetrante y ácido de la higuera, el del légamo de los cañaverales donde descomponía el agua del humedal, el sabor crudo de los plantíos, del enebro y los olivos, y el mustio de pitas y ratrojos asolados por el sol sempiterno. Sus murmullos alimentaron mi alma con el frescor agradecido de las corrientes secretas, que llenaban de dulzura las umbrías en aquellos campos agostados, y donde, tras la primeras lluvias del año, también floreaban, coloristas, margaritas y almendros, sembrando su mensaje de esperanza que lentamente iba prenetrando por mis poros hasta incrustarse, optimista y trascendido, en la raíz más profunda del alma.
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