A Cannaregio se accede, como diría Thomas Mann, por la puerta de servicio de Venecia, sea el ferrovía o el piazzale Roma. El barrio, una vez nos apartamos de estas utilitarias infraestructuras, es alegre, rebosa de vida. Es uno de los sestieri de la ciudad donde yo me afincaría durante un período prolongado.
Conforme uno abandona la explanada de la estación, mirando siempre de soslayo esa arquitectura garbosa de San Simeoni Piccolo, lo primero que le sale al paso es la fachada, obra de Sardi, de la Iglesia de Santa María de Nazaretta, mejor conocida por degli Scalzi. El templo constituye una de las restringidas excepciones del barroco veneciano; su nave, profusamente recargada de mármoles, concentra en su capillas una encomiable muestra de la escultura y la pintura vernáculas, con ejemplos del máximo exponente de la época, Tiépolo, y que encuentra su estilo más apoteósico en la recargada fantasía del baldaquino del altar mayor. Como muchas de las iglesias de Venecia, no deja indiferente al visitante curioso que busca enriquecerse con el tesoro tanto espiritual como artístico que cobija.
Unos pasos más allá, ante el caminante abre su trazado la singular Lista di Spagna, una via popular que nos cautiva con su animación. En su primer tramo, saturada de hoteles, restaurantes, bazares, así como de los puestos ambulantes de su significativo mercadillo, ofrece una opción bastante atractiva donde satisfacer necesidades y ocios. Lista di Spagna se prolonga hasta el campo San Geremia, donde tiene su continuación en Rio Terra de San Leonardo y de la Madalenna hasta que alcanza la Strada Nuova, verdadera espina dorsal que divide el barrio en dos zonas bien diferenciadas. A la una la distingue la cercanía del Gran Canal, caracterizándola con las señales propias de su actividad y lustrándola con ese aspecto más colorista de Venecia, volcado en el turismo. La zona norte es más recatada; ofrece la naturalidad más opaca de lo cotidiano. El ritmo que impera en sus calles y campos es el rutinariamente reposado al que se acomodan las usanzas de una población nativa que pretende vivir una vida de espaldas a los visitantes.
Uno de estos reductos, al que sin la menor duda singulariza una contrastada personalidad, lo constituye el ghetto. En él, la vida discurre con esa placidez que impone su insólita dimensión. Bajo el peso de esa historia que lo convierte en el primer ghetto organizado del mundo occidental, y encuentra en la figura de su Shylock estereotipada fisonomía el judío, en sus calles de hoy aún se respira la atmósfera peculiarísima de sus tantas veces incomprendida diferencia. Allí ha pervivido milagrosamente esa característica hebrea tan en peligro de disolverse en la fuerte personalidad de una ciudad sobremanera emblemática. El vigoroso sello veneciano ha aprendido a convivir con esta enajenada disparidad y a asumir con naturalidad las discrepancias.
Es en el Sabbath cuando más se aprecia el legendario hormigueo de la vida en el ghetto, pese a que sus comercios, tan definidores de la idiosincrasia hebrea, permanecen cerrados. Se da una excepción en el horno, cuyo escaparate exhibe un variado muestrario de la panadería y repostería semita. Otra, insoslayable, es la de la sinagoga, por sobrenombre española, cuyas puertas se abren de par en par a residentes y foráneos. A su entrada, se ejerce una encarecida tarea de proselitismo y desde todos los puntos de la ciudad acuden los fieles al servicio religioso. Queda patente la realidad de que un judaísmo encerrado en el ámbito del ghetto, afortunadamente, ya es historia. Si bien, aún puede observarse el riguroso negro de los devotos, tocados por un sobrero de ancha ala, atravesar el puente de Guglie, sobre el canal de Cannaregio, guiados aún por el hondo calado de las tradiciones, y, a no muchos metros, sorprender, en el solaz sabatino del campo de Ghetto Nuovo, su intrasferible fervor cabezeando contra el muro de su fe exclusivista y milenaria.
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