Dulces colinas circundan Verona; se precipitan como un rebaño de cabritillas sobre el meandro del río. Desde esta atalaya, la ciudad presenta una tonalidad rosácea, como la de una adolescente arrebolada sobre un lecho de natural virginidad. Las suaves ondulaciones de verdura se arraciman en torno al valle para recibir en lírica celebración la tibieza de los primeros rayos del sol matutino.
Verona resuena con rumor, como el Adigio, de canción arcaica; en tiempos memorables la poblaron los romanos; en el graderio de la Arena aún se escuchan los ecos exaltados de sus voces. Si uno afina el oído, puede escuchar también lejana la siringa de Pan, festejando jubiloso por entre aquellos parajes arcádicos, tras los pasos de una ninfa que culmine con delicias los trabajos del día. Mientras la dulzura de la flauta ondula con sus cadencias la transparencia del aire, la liviandad de la bruma, que se disipa, deja que se consolide el espejo azul del día, rompiendo con el claror de sus cristales los secretos del mundo. Allá en el valle, los orgullosos campaniles proclaman, en el arrebato de sus campanas, la celebración de un jornada extraordinaria. Es Pascua de Resurrección.
El verdor del bosque oscurece las pendientes, colinas abajo. Entre la tupida fronda destaca el perfil solemne y alargado de los cipreses, imprimiendo una delicada distinción al paisaje. Veloz surca el espacio el vuelo de algun ave, mientras, en el llano, se percibe el caturreo fresco y alegre que ininterrumpidamente musita el río.
Su corriente jovial abraza Verona como una amante celoso que temiera que su amada pudiera escapar. En aquella serena exhuberancia parece como si la naturaleza exhalara el júbilo de la creación.
Verona desposa a su río con sus puentes de piedra; a su cielo, con su esbeltas torres; hermana a los hombres con la hermosura cívica de sus plazas, en una de las cuales, la dei Signori, medita Dante. Allí conoció el gran poeta de Florencia los frutos de la hospitalidad durante el exilio, y seguramente dejó influir su pluma por la hermosura bucólica del paisaje y por la nobiliaria caballerosidad palaciega. En la pequeña capilla adjunta a las tumbas de los scaligieri, sin la menor duda, rezó.
Las campanas de Verona, que suenan a rebato, parecen en ese día un anticipo de las instancias eternas, vislumbres de eso otro mundo más perfecto e imperecedero; porque estamos seguros de que tal instante concreto no era deshecho solo del olvido, sino que adquiría, en ese apoteosis de los esquilones que parecen repicar en las puertas del cielo, visos consumados de eternidad.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario