EL SIGLO DE ORO EN EL MADRID DE LOS AUSTRIAS

Entre las calles Cervantes y Lope de Vega, en el viejo Madrid de los austrias, se concentra ese núcleo celular que vino a fecundar nuestra literatura más legendaria: la del Siglo de Oro. En la primera de estas seculares vías, se ubica la vieja casona-palazzo, según los viajeros italianos que cumplimentan la selectiva visita aquella mañana- que acoge uno de esos museos habilitados en que devienen las viviendas de nuestros más ilustres escritores; en este caso la de Lope de Vega. Inmueble, podríamos calificarlo de verdadero hogar, que adquirió el genial dramaturgo con muy buen dinero, con esos copiosos vellones ahorrados,fruto del sudor asalariado de su prolífica pluma. Y es que Lope fue el único de su generación que llenaba los teatros y podía permitirse el lujo parnasiano de vivir de su arte. No deben empañar, sin embargo, estos bonancibles favores de la Fortuna el indulgente que le procuraba su principal valedor, el duque de Sessa. En verdad, en ese área se concentra esa retícula de calles cuya nomenclatura observa la nómina más atildada de nuestras letras, Tirso, Lope, Cervantes, Quevedo,Góngora; muchos de los mentados oriundos del mismo Madrid, y otros, que acudieron a él engolosinados con las vanidosas recompensas del galardón literario. Entrecruzándose con estas renombradas calles, la de Lope y Cervantes, se traza el corto segmento-no sé cómo los demoninaría don Francisco si calleja o callejuela- que constituye la calle de Quevedo. Como la de Cervantes, alguna de sus viviendas también fue habitada por no menos ilustres inquilinos; en este caso, nada más y nada menos, que por el propio don Francisco y, lo que crea confusión a cualquier estudioso suspicaz de nuestra literatura, por su recalcitrante antagonista: don Luis de Góngora y Argote. Sume en la más comprometida perplejidad el que ambos habitasen el mismo inmueble, y multiplica la fe de los consignatarios de milagros, que hasta entonces creían imposible la unión del agua y el aceite. La calle Cervantes se extingue frente a una fachada que llama la atención por el luctuoso memorial en ella inscrito: Aquí vivió y murió don Miguel de Cervantes y Saavedra. Con él se completa ese elenco tan lejano en el tiempo pero tan próximo en el espacio. Porque el tiempo, inequívocamente, no pasa en balde y, pese a la remembranza de tales huellas, habría que hacer un esfuerzo ímprobo para imaginarlos pulular a todos ellos por aquellos andurriales, ataviados por estricta indumentaria negra, salvo la alba gorguera, y trompicando de vez en cuando contra el suelo la punta de la espada, en tantos casos pendenciera. Sería casi imposible hacerlo; la historia a rodado mucho; Madrid se ha transformado de manera casi radical. Pero, gracias a Dios, no nos queda de ellos sólo ese acongojado itinerario de despojos, olvidados en las criptas o los panteones conventuales, que como el de las Trinitarias custodian los resto de don Miguel, en la calle Lope de Vega; nos queda, digo, esa vida palpitante y siempre presente que como lectores compartimos cada vez que penetramos en ese espejo de las almas en perpetua renovación que son los libros, los escenarios en el caso de Lope, y cuya semilla se reproduce en nosotros con un claro tesón de inmortalidad.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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