Si algo primordial nos ha legado Gabriel Miró es el milagro poético de su prosa; se aprecia en ese rastro de su fluir lírico un desbordado eco de las calidades sensoriales, bruñendo cada palabra hasta alcanzar la virtud más cristalina. Su mirada penetra una dimensión distinta entrañada en las cosas, discerniendo en los significados su hermético latir, hasta desvelar su intrinseco arcano. La palabra de Miró alcanza parentesco de comunión mística con cuanto describe, en cuyo crisol se refina adquiriendo cualidades del más excelso metal. Este consumado logro se descubre ya en las Figuras de la Pasión del Señor, donde el escritor cosuma ese objetivo de todo texto de hermanar el estilo y el mensaje, el contenido y la forma. En su trasfondo la buena nueva evangélica emana como el caudal de una fuente de agua viva que purifica en lo esencial cada palabra, transfigurándola y haciéndonos accesible su trasparencia,hasta discernir el tuétano de su verdad. Al acercarnos a lo narrado nos enfrentamos a un renovado hallazgo, en el que las palabras se suscitan en repentino descubrimiento como un incesante renacer. Sus vocablos brotan con una incondicional frescura y con la multilateralidad del poliedro, cargados de ambivalentes resonancias.
Al acercarnos a Miró se nos revela nuestra realidad más inmediata, nuestra más humana vicisitud,como si tomáramos el pulso a esa veracidad intrahistórica de nuestra más pura cotidianidad. Para el lector que busca reconocerse en ese espejo que suponen los textos de Miró, las palabras resuenan con ecos nuevos, descubren en esa prístina tersura su valoración más genuina, revelando la callada identidad que nos conforma.
En Miró, como en casi todos los integrantes de su generación, se da esa dualidad del hombre y el paisaje. Tanto en uno como en otro rastrea el escritor alicantino su inmediatez más íntima, imbricados casi siempre en una voluntad transformadora y enriquecedora del fluir literario, entre cuyos azules permanentes de su cielo, la blancura de sus almendros florecidos y esa conciencia que deshecha sus costras hasta sorprender desnuda a la pureza, se encuentra. Sus coetáneos buscaron reafirmarse en un paisaje que no era el suyo, y buscaron en las dolientes tierras de Castilla ese entorno que diera respuesta a sus interrogantes y sirviera de referente a sus aspiraciones. Miró, en cambio, no se aleja de sus orígenes ni de sí mismo y encuentra en las tierras alicantinas el paisaje donde embeberse con esa luminosidad que da lucidez a su prosa. Y es ese Miró tan cercano el que pervive en esa emotividad en carne viva de nuestro espírítu, a pesar del gravoso bagaje de años y leguas.
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