Las tierras de Toscana parecen gozar de los más venturosos dones. Con honrosos hitos y personalidades inolvidables las obsequió la historia y con singulares bondades la naturaleza. Sus ciudades se envuelven en un mar de verdura; se erigen sobre encrucijadas claves de civilización. Su particular orografía se reviste de bosque, de variedad de cultivo la fecundidad de se agro; alli abundan las parcelas de olivo, la ornamental presencia del ciprés que da especial distinción al paisaje y la feracidad de las vides que trepan las agrestes laderas en busca del fluido fertilizador del sol, del cual reciben la dulzura de su néctar. La calidad de sus mostos gozan de universal aceptación. Tuve ocasión de comprobarlo en Castellino de Chianti,donde invadido por la dedicación secular de aquellos campos, me transportó la proyección sideral de su silencio, como si clamase a un mundo sobrecogido.
Muchas de las ciudades toscanas se crearon en una época en la que Europa aún no desperezaba de sus sueños feudales y sus municipios no sobrepasaban la categoria de villorrios. Liberadas ya de los herrumbrosos yugos de ostrogodos y longobardos y guiadas por el revitalizador impulso de su comercio, aprovechando su ubicación privilegiada en esa ruta vital de peregrinaje que conducía a Roma surgieron Florencia,Pisa, Lucca, Siena, Arezzo, San Gimignano, Volterra... Muchas de ellas alcanzaron su mayor esplendor no concluido todavía el medievo, donde las huellas del gótico contribuyeron a perfilar su fisonomía . Tales ciudades han asumido el paso del tiempo sin ceder por ello su genuino carácter. Si bien es propio contemplar como Florencia o Arezzo se han encarrilado en la dinámica de los tiempos, parece no querer desprenderse de sus nostalgias Siena,donde el peso de su tradición constituye la joven savia que revitaliza la ciudad. Cómo no, este irrefrenable paso de las edades es menos apreciable en las poblaciones más pequeñas. Conserva su genuino sabor, por ejemplo, San Gimignano, en la cual parece perdurar el peso del recuerdo, elevarse al cielo los estandartes de su apogeo, sentir en sus calles el frenesí de sus luchas fraticidas,admirar su sed de poderío en la soberbia de sus torres y la bucólica serenidad remota en la panorama de su agro, que busca la lontananza remontando onduladas colinas de verdura, haciendo olvidar el eco de sus pasiones.
Se conserva tal cual fue también Monteriggioni, montuosa fortaleza, robusto baluarte de la Toscana, donde se trataba de repeler a los ejercitos invasores antes de avistar la puertas de Florencia. Allí la vida conserva el pulso de lo cotidiano, de lo rutinario, de lo reposado, de lo hogareño. Debe significar un incidente el vuelo de un pájaro, el terciopelo humedecido de rocío de los pétalos de las rosas durante la estación, el sabor intimista de la plática vecinal que cobra visos de acontecimiento, el sermón dominical del cura que acaso pastoree varias parroquias vecinas, el canto del gallo y el tañer del esquilón, los cuales imponen los ritmos horarios contorneando las distintas etapas en la monotonía de sus jornadas . Monteriggioni se recoge como un aprisco al caer la tarde, como una cenobita al recato de su celda, mientras la duzura de los postreros rayos del sol anuncian la paz del crepúsculo, el cese de las tareas, la inminente opacidad de una noche que ocultará bajo su manto toda la virginal belleza y la inefable fascinación de la Toscana.
Muchas de las ciudades toscanas se crearon en una época en la que Europa aún no desperezaba de sus sueños feudales y sus municipios no sobrepasaban la categoria de villorrios. Liberadas ya de los herrumbrosos yugos de ostrogodos y longobardos y guiadas por el revitalizador impulso de su comercio, aprovechando su ubicación privilegiada en esa ruta vital de peregrinaje que conducía a Roma surgieron Florencia,Pisa, Lucca, Siena, Arezzo, San Gimignano, Volterra... Muchas de ellas alcanzaron su mayor esplendor no concluido todavía el medievo, donde las huellas del gótico contribuyeron a perfilar su fisonomía . Tales ciudades han asumido el paso del tiempo sin ceder por ello su genuino carácter. Si bien es propio contemplar como Florencia o Arezzo se han encarrilado en la dinámica de los tiempos, parece no querer desprenderse de sus nostalgias Siena,donde el peso de su tradición constituye la joven savia que revitaliza la ciudad. Cómo no, este irrefrenable paso de las edades es menos apreciable en las poblaciones más pequeñas. Conserva su genuino sabor, por ejemplo, San Gimignano, en la cual parece perdurar el peso del recuerdo, elevarse al cielo los estandartes de su apogeo, sentir en sus calles el frenesí de sus luchas fraticidas,admirar su sed de poderío en la soberbia de sus torres y la bucólica serenidad remota en la panorama de su agro, que busca la lontananza remontando onduladas colinas de verdura, haciendo olvidar el eco de sus pasiones.
Se conserva tal cual fue también Monteriggioni, montuosa fortaleza, robusto baluarte de la Toscana, donde se trataba de repeler a los ejercitos invasores antes de avistar la puertas de Florencia. Allí la vida conserva el pulso de lo cotidiano, de lo rutinario, de lo reposado, de lo hogareño. Debe significar un incidente el vuelo de un pájaro, el terciopelo humedecido de rocío de los pétalos de las rosas durante la estación, el sabor intimista de la plática vecinal que cobra visos de acontecimiento, el sermón dominical del cura que acaso pastoree varias parroquias vecinas, el canto del gallo y el tañer del esquilón, los cuales imponen los ritmos horarios contorneando las distintas etapas en la monotonía de sus jornadas . Monteriggioni se recoge como un aprisco al caer la tarde, como una cenobita al recato de su celda, mientras la duzura de los postreros rayos del sol anuncian la paz del crepúsculo, el cese de las tareas, la inminente opacidad de una noche que ocultará bajo su manto toda la virginal belleza y la inefable fascinación de la Toscana.