Existía una casa en mi barriada la cual había sido abandonada por sus últimos inquilinos; acaso porque fueran viejos arrendatarios a los que el propietario había despachado, arrepentido del cobro insignificante del menguado alquiler de tantos años. La casa era una planta baja de esas construidas en las primeras décadas del siglo veinte, con un no muy amplio espacio habitable, que se complementaba con un reducido patio trasero. Seguramente, la expectativa de sacar una máyor renta al edificio había pesado en el ánimo del propietario a la hora de tomar aquella decisión de desembarazarse, pese a los cargos de conciencia, de aquel modesto matrimonio de ancianos que lo habitaba. En el horizonte de aquellas humildes vidas, tras el hecho, ya sólo apuntaría el tránsito de unos oscuros y tristes años en un impersonal asilo de acogida. El trasfondo de aquel caso significativo lo constituía, qué duda cabe, la cuestión de hasta dónde puede llegar la codícia financiera y la avidez de lucro. Por entonces corrían los años cuando hacía estragos la especulación inmobiliaria. La venta de pisos resultaba un negocio redondo del que ni aun el menos avisado podía sustraerse. Era sintomático que la agencias inmobiliarias proliferasen como setas y el sector de la construcción estuviera haciendo su agosto durante tales años de auge. Tal coyuntura propicia aprovechó, sensatamente, nuestro propietario para extraer de su proyecto el más pingüe beneficio.
Pero, hete aquí, que entre prolijos prolegómenos que conllevaban verificar tal plan, en tanto el arquitecto diseñaba el proyecto y se obtenían los debidos permisos del ayuntamiento, se presentó una de las más graves recesiones que viviera el sector, el coste de los pisos, inflaccionado, se devaluó, las rentas fijas no pudieron hacer frente a los gravosos intereses y dejaron de ser un negocio lucrativo las operaciones inmobiliarias. Resonó a los cuatro vientos la fatídica palabra: ¡Crisis!.
La casa pues, la humilde casa de mi barriada, no fue entonces demolida y permaneció en pie durante un buen tiempo, concibiendo entre los vecinos la añoranza de que volviese a ser habitada. Y un buen día-porque hay que confiar en la providencia-, al pasar frente a ella, se cumplio aquello tan esperado: vi a una mujer con un niño de corta edad asomar a su puerta.Concediéndoseme en los días sucesivos la oportunidad de reconocer al resto de la familia: al padre y los distintos hijos, ninguno de los cuales alcanzaba la adolescencia. Desde un principio, aquella mundanza contaba con cierto cariz sospechoso, pues puertas y ventanas en la casa hasta ese momento habian permanecido sobrecerradas por sólidos candados. Pero daba igual, aquel edificio símbolo de la codicia humana, de las mezquinas leyes de la propiedad, estaba sirviendo de hogar, de ese hogar tan incierto mientras persiste el espectro de la pobreza, a una nueva familia a la que aportaba unas más risueñas perspectivas temporales y, acaso, siquiera levemente, dejaba entrever un futuro, algún futuro. Con ello, las prenumbrosas estancias se han llenado de nuevo, por fin, con la luz de las risas de los niños. A su vez, la calle se ha colmado con un vivo ajetreo, perdiendo ese aire adusto de travesía poco frecuentada. Ahora da otra vez gusto transitar frente a su fachada, contemplar el entrañable desenvolvimiento de la vida familiar donde antes solo regia el rigor del abandono, el vacio mausoleo de unas vidas olvidadas que ya sólo aguardaban la devastación de la excavadora para borrar su recuerdo de la memoria de los hombres.
Pero aquel tiempo idílico duró sólo unos meses. Una mañana, al pasar, no vi ni rastro de aquella nueva familia, y la casa parecía otra vez vacía, con las puertas y ventanas apuntaladas con maderos. Desde entonces, al volver a transitar por aquella calle solitaria, asaltaba el recuerdo afable de los niños jungando a la pelota junto a la casa; parecía incluso escucharse el cascabeleo de sus voces y el frenesí de sus juegos. Pacientemente, con cierta ilusión, esperé a que la casa fuera de nuevo habitada, que recobrara la vecindad de aquella familia encantadora; mas, muy al contrario, el tiempo deparó que la casa no fuese no solo otra vez habitada sino que fueran tapiadas con ladrillo su puerta y ventanas. Y que,al volver de los meses, descubriera, consternado, únicamente el solar, pues con toda urgencia la casa habia sido derribada y ya sólo quedaba espacio para la desolación, un espacio cinscuncrito a una planta plana allanada de estéril escombro.
Pero hoy he vuelto a pasar frente al solar donde se ubicaba la casa. Me ha reconfortado el ver, a través de la alambrada que lo aisla, que donde se encontraba su patio hoy florecen plantas y arbustos; por sus tapias trepa frondosa la enredadera y hasta se yerguen precoces dos arbolillos de hojas anchas y bastante crecidos. Al contemplar aquello, le llena a uno de estremencimientos ese milagro siempre presente de la vida, esa esperanza que subsiste pese a la sombras de la destrucción.
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