Qué duda cabe que el Gran Canal veneciano es uno de los cursos de agua más mágicos del mundo, en cuya regata uno se puede transportar a perdidos universos ya sólo asequibles dentro de la ensoñación. En su itenerario uno se va asomando a los vestigios de las muchas venecias que fueron, entrañadas en el paralelismo de los multiples palacios e iglesias nacidos con transparencia diamantina del fondo cenagoso de las aguas. En su trazado serpenteante se diseminan esas memorias edilicias, testigos de su triunfal apogeo y resumidas en apabullantes lienzos por Tiziano, Tinttoreto o Veronés. Esa gran dama que se encumbra hasta los míticos celajes para recibir dádivas u ofrendas de sus bien amados hijos, quienes en célebres cortejos triunfales por el Gran Canal la honraron, como en el festejo anual donde se recuerda el jubiloso retorno de Caterina Cornaro, reina de Chipre, en el fasto conmemorativo de su regata histórica.
El Gran Canal fue y es prodigo en ceremoniales y pompas, incluidas las fúnebres. No pocos recorrieron esas aguas en su postrer regata. Se nos hace familiar la de Wagner, que uno gusta imaginar bajo la música en off de la marcha fúnebre del Sigfrido. Cuán parecido ese itinerario al último realizado a bordo de la barca de Caronte. Acaso el Patinir hubiera debido sustituir su paisaje fabuloso por ese más concreto que trazan las aguas del Canal. Pero el Canal aunque se muestra digno con los despojos de la muerte, nos habla primordialmente de vida. Vida que fue y que continúa. En cada uno de los palacios, en su maravillosa diversidad, se recoge esa herencia de los muchos mundos rebosantes de pletórica vivencia. Esa nobleza de sus piedras y marmóles que nos recuerdan la voz del Evangelio: Si éstos callaran, las piedras hablarían.
Cabría enumerar los muchos palacios que asoman a sus orillas, llenos de legendario acontecer. Famosos unos por quienes los construyeron; otros, por quienes los habitaron; pero juntos forman ese patrimonio celebrado por cada uno de los viajeros que diariamente recorren sus aguas sobre toda suerte de embarcaciones. Cada vez recorro el Canal me enfrento a esa aventura renovada del descubrir: descubrir nuevas perspectivas; insólitas edificaciones que hasta entonces se nos habían hurtado; vislumbres presentidos tras el reverbero del sol sobre las aguas; las huellas, en fin, de un muy rico pasado en el colorista tapiz de esa memoria edilicia que nos habla de sus hechos. Desde San Simeone Piccolo hasta la Dogana da Mar uno se enfrenta a un universo cada día nuevo de sensaciones, a una chistera de mago en la que siempre resta algo distinto por descubrir.
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