Venecia tiene la característica de constituir una insularidad lagunar. Es el resultado de una peculiar ecosistema que cuenta con ventajas y desventajas. Cabe decir que la ciudad se fundamenta sobre un conglomerado de islotes que conforman su peculiar condición de dédalo recorrido por caprichosas ramificaciones fluviales, base de su especial geografía. Ese apelmazado panal de islas en mitad de las laguna se complementa con el cinturón de otras muchas deparramadas a su alrededor. Son de todos conocidas Murano, Burano y Torcello, pero es justo mencionar otras de importancia no menor como esa franja costera que la separa del mar, el Lido, o esa otra singular donde se ubica su cementerio, San Michelle, sin dejar de recordar unas pocas menores, como San Erasmo, San Lazaro degli Armeni o San Francesco del Deserto, por mencionar sólo unas cuantas.
Me son conocidas las más importantes, las cuales he visitados en mis frecuentes viajes. Murano y Burano, tan distintas una de otra como su mayúscula inicial, reservan un encanto difícil de olvidar. Murano, por los fornace de sus vidrieros que le infunden ese misterio alquímico que deja boquiabiertos a los turistas. La isla, en su perfil, es una prolongación de Venecia misma, pero conserva, sin embargo, esa joya románico bizantina de Santa Maria e Donato, ante la que no pude resistir ser retratado por un grupo de japoneses, siempre dóciles a la visicitudes de la técnica fotográfica. Burano es un lugar para la ensoñación, el colmo paisajístico para un pintor naif, aunque de su abstración podría extraerse un cuadro de Mondrian. Su cromatismo le infunde un carácter de aldea irreal, como un ingenio de Disney, en el que el viajero se sumerge para olvidar en el laberinto secreto y callado de sus calles la dura encerrona de la vida. Burano es un verdadero oasis en medio de la laguna; los modestos pescadores que lo habitaron se vieron tentados de crear en Europa una suerte de Bora Bora civilizado.
¿Qué decir de Torcello? En principio sólo lo conocí desde la distancia de Burano, sobre cuyo horizonte se erigía el esbelto campanile de Santa Maria Asumpta. Visité sus templos magnificos durante mi última visita, donde tuve tiempo de admirar su patética soledad entre la fronda, sus nostálgicas reminiscencias de un tiempo mítico y silente. Rebosa elengancia su solitario campanile, desafiando durante siglos los atardeceres verdeescarlatas de la laguna. El mosaico del altar mayor sobrecoge en su sencillez y habla directamente al alma, realzado por la restauración exhaustiva que se le ha realizado.
No goza de mi aquiesciencia, sin embargo, el Lido; es como visitar una población turística al uso. La presencia del automóvil malogra el encanto veneciano. Su playa es como todas las playas en cualquier confín, atestada de bañistas indolentes y sembrada de estrambóticas construcciones. El Gran Hotel des Bains parecía deshauciado durante mi visita; nada recordaba aquella recreación que le hizo resurgir en su gran época y el eco del viento no traía en abasoluto el encanto de eufónicas voces femeninas que reclamaban vehementemente a Tadzio...
Aquí nos detenemos por hoy, pero quede claro que esa Venecia insular no concluye aquí.
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