Lope es, entre nuestros geniales autores de ese siglo llamado de oro, quizá el que más reservas despierta. Causa de ello acaso sea su aparente perfil venturoso, tan contrario a los adversos de Cervantes o Quevedo, tan tornadizo el del primero como dramático el del segundo. La biografía de Lope se jalona de fortunas literarias, de nutridos amoríos, que si bien uno de ellos le costó el destierro, tal lance contribuyó más que a otra cosa a revitalizar su atractivo ante posteriores conquistas. El cuadro de su vida se adorna con colores de polícromo contraste, tan ricos en intensidad como en materia. Se nos presenta como el hombre mimado por la vida, elegido por la naturaleza, Fénix de los ingenios, monstruo de sus dádivas, sobre el que fueron derramadas la gracias posibles para redondear una existencia pletórica. Y Lope supo no desaprovechar estos dones. Sabemos de su genio literario, con el cual en horas venticuatro pasaba de las musas al teatro, y que tal talento le fue sobradamente reconocido por sus comtemporáneos. Renovó nuestro teatro con su "arte nuevo de hacer comedias" y fue de éxito en éxito, permitiéndose el lujo de ser el único autor que llegó a vivir holgadamente de su pluma. Con tan pingües ganacias compró la casa que todavía pervive en la madrileña calle Cervantes, donde todavía palpita su memoria junto algunas reliquias de su fáustica existencia.
En estos días he tenido oportunidad de presenciar la puesta en escena de una de sus obras más memorables: El perro de hortelano. Forma parte de ese nutrido numero de comedias deliciosas, donde la magia del lenguaje hace del juego amoroso un perfecto mecanismo de seducción. Su arte consigue dar al artificio escénico una consistencia natural, de modo que su latir literario se encarna en nuestra realidad más viva con un bagaje rebosante de emociones y delicias, penetradas de una versatilidad dialéctiva capaz de traspasar las barreras dimensionales de la escena. En El perro del hortelano Lope sabe rebuscar en la entretelas del espectador hasta convertir la comedia en un experiencia viva que trasciende ese carácter inerte de la letra, insuflándole ese espíritu que covierte el teatro en realidad sensible, vital y transformadora.
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