Santa María di Nazaretta, mejor conocida por degli Scalzi, pese a su ubicación periférica-a escasos pasos de la estación de Santa Lucia-conserva suficientes rasgos para hacerla singular, de modo que su visita se vuelve imprescindible para quien desea conocer a fondo Venecia. Gli Scalzi, en su fachada barroca, obra de Sardi, proyecta un carácter especial que nos hacer recordar el lenguaje directo de algunos templos barrocos de Roma, rozando ese parentesco el ejemplo de las grandes basílicas.
Para apreciar detalladamente la fachada es necesario situarse a medio camino del puente o en un lugar igualmente conveniente, aunque quizá algo más alejado, de la fondamenta contraria. Desde allí se puede observar con mayor perspectiva el conjunto. Porque para quien cruza distraídamente frente a su puerta, el templo no destacará más que como uno de los tantos que nutren el rico patrimonio de la ciudad.
La mayoría de los transeúntes que cruzan, lo hacen provenientes de la estación ferroviaria, a menudo con prisa, expectantes de los tesoros de mayor envergadura que embellecen Venecia y que aguardan llenos de promesas. Pero insisto, la fachada, vista de cerca, no despierta mayor curiosidad, creyendo muchos de los visitantes que, por significarse como pequeño templo de una barriada, se restringe su uso a los oficios devocionales y a la función parroquial. En cualquier caso, esta condición de iglesia viva que mantiene para sus fieles el acontecer religioso y el pulso siempre latiente de su testimonio de fe, es algo que contribuye a justificar aún más su visita, en contraposición con aquellos otros templos en los que solo subsiste su faceta museística.
Al penetrar en su interior, nos sobrecoge su esplendor barroco, revestido de policromos mármoles y generoso en dorados, que le otorgan ese aspecto suntuoso, entre los más atractivos de Venecia. Porque el templo, pese a su ubicación suburbial, cuenta, entre los que lo erigieron, con nombres bien significativos en el barroco veneciano: Longhena, que proyecto su nave única, arropada de capillas; Nicolà Sardi, que diseñó su fachada y Tiépolo que embelleció con sus frescos las bóvedas, algunas de ellas destruidas a consecuencia del impacto de una bomba austriaca, en 1915. En una de sus capillas laterales se consevan los restos del último dogo de Venecia, Ludovico Manin, y en otras se reavivará nuestro interés con la contemplación de sus altares embellecidos con sorprendentes grupos escultóricos, como el "Éxtasis de santa Teresa" de Heinrich Meyring. Su altar mayor, sin embargo, resulta algo recargado, con ese baldaquino aparatoso que trata de emular el de Bernini en San Pedro de Roma.
Desde una buena perspectiva, su fachada, por su parte, nos muestra un barroco bastante equilibrado, con una acertada simbiosis de arquitectura y escultura, sirviendo esta última para potenciar de forma vigorosa la primera. Entre sus grupos, podemos encontrar ejemplos de los más conseguidos del barroco en Venecia, entre ellos el fenomenal Cristo que preside el pináculo de su frontón, de tan excelente factura como las magníficas efigies que custodian la entrada del Arsenal. Ese Cristo apolíneo preside desde su altura el panorama del Gran Canal, y desde el impulso de esa mano alzada que bendice, parece regir la vida bulliciosa, envuelta en los colores lánguidos del poniente del arrabal veneciano. Cristo, esa luz de lo alto, lucero vigilante, ausculta ese latir profundo de la vida y custodia ese flujo invariable de las embarcaciones y los días. Su figura majestuosa, multifacética, nos envuelve en esa luminosidad plural, exhuberante, del universo barroco y su voz parece provenir, como una dulce parábola, de las herbosas colinas de Galilea.
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