Vienen proliferando en ediciones musicales de vario formato las dedicadas a ese mundo peculiar que significó el fenómeno insólito de los castratos. No podría precisar cuándo comenzó la explotación mercantil de esa peculiaridad, la inmadurez de la voz, en las personas pertenecientes a dicha condición. Porque los eunucos, que no castratos, se ocuparon desde siempre de toda suerte de labores en la sociedad a lo largo de la historia, desde guardianes de harenes a chambelanes. La singularidad de los castratos residia en que la amputación se restringía a los testiculos, lo cual frenaba de algún modo la masculinidad, traduciéndose en una alteración en el desarrollo de la voz, de tesitura aberrantemente aguda, además de otras consecuencias de carácter igualmente lamentable.
Sabemos que fue en el siglo XVIII cuando, dijéramos, esta especialidad alcanzó su cima, cuando seguramente su explotación se convirtió en un negocio rentabilísimo. Debió de ser en los coros infantiles donde los entendidos procederían a la selección; una vez descubierta esa voz exquisita, se procedería a la poda necesaria. En aquellos coros catedralicios debían ser inconfundibles aquellas voces arcangélicas. Su futuro, claramente, se hallaba en llenar de sublimes goces el apoteosis de los grandes teatros de la época; para ello, reputados maestros se encangargaban de limar y pulir ese diamante en bruto, hasta encontrar que de él esplendían reflejos incomparables.
No sabemos el momento en que la ópera se llenó de tan cristalinas resonancias; pero los libretos de Händel,de Gluck, de Pasiello, de Vivaldi, ya se hallaban protagonizados indiscutiblemente por estos ambiguos personajes. Su trayectoria se extenderá hasta las primeras obras de Mozart. ¿Acaso no fue el Querubino de "Las bodas de Fígaro" su canto del cisne...? Puntualicemos, pues, que su apogeo lo encontró, sin duda, en ese siglo del barroco, con Vivaldi y Porpora en Italia, con Rameau y Luly en Paris, con Handel, Gluck, y Purcell, en Inglaterra y Alemania. En este universo varios fueron los astros que brillaron con luz extraordinaria. Por su fulgor incomparable destacó Farinelli, el genio sin parangón, que transcurrió sus ultimos años cantándole en Aranjuez melancólicas arias al hipocondríaco Felipe V de España. Trataron de hacerle sombra Senesíno, Cafarielli o Ghiziello, cuya rivalidad dentro y fuera de los teatros contempla lo legendario. Leyenda a la que el melónano del siglo XXI, ávido de nuevas sensaciones que lo sacien, no descarta recurrir. Rescatar esas viejas joyas de las partituras olvidadas pareció correr primero de manos de las sopranos, mezzos y contraaltos, con ejemplos tan mediáticos como los de Cecilia Bartoli con su Sacrificium; pero ahora son tambien ellos, los exquisitos contratenores, los que se lanzan a alcanzar esa cotas sublimes, como Andreas Scholl atreviendose con Senesino o Philipe Jaroussky bordando las arias de Vivaldi..
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