Puede considerarse el omphalos como el centro virtual del contorno humano, ese punto neurálgico del embrión en la placenta del que proviene todo crecimiento y que representa el vínculo solidario en el manar de la vida: de ese manar primero del que se irradia todo desarrollo en el milagro de la procreación, como continuidad de un ser distinto dentro del ser, partícipe de esa voluntad desaforada de la especie por perpetuarse, de búsqueda de lo inmortal en el desgarrador devenir de la vida, tras recibir las luctuosa recompensa del pecado.
Pero existen otros omphalos. Se los reconoce en las milenarias piedras que señalaron en el mundo antiguo ese centro irradiador de la energía del viejo orbe. En dos ciudades fundamentales tropecé con ese extraño pivote de piedra: primeramente en la accidentadas laderas de Delphos, la legendaria urbe sagrada, donde el oráculo pítico profetizaba los destinos de la Hélade. Nada sucedía entre los griegos sin que la pitonisa desvelara sus senderos, así en la paz como en la guerra, en lo mítico y en lo profano. A través de las escarpaduras del Parnaso, donde el esclarecido Apolo estableció su morada y regía el canto armonioso de las musas, se puede acceder a las estancias celestes, a ese panteón plural de la divinidad griega, celosa también de esas otras altas cumbres como el Olimpo y el Helicón. Delphos constituye ese núcleo representativo de la legendaria anfictionía desde donde rigió el pulso convulso y atribulado de la historia griega, su sobrevivir sangriento a lo largo de sus inquinas y rivalidades, como un faro que iluminara ese destino proceloso y fecundo que improtó su momento irrepetible y primordial en el legado de occidente,
Dónde podrá tropezarse otro omphalos más que en la honda vaguada del foro romano, ese corazón desentrañado de la polís que supo gobernar, imponente y única, los pueblos más heterogéneos de la Tierra. Nunca después de Roma ha existido un imperio con aquél. Los intentos sucesivos sólo fueron pálidos reflejos, reverenciosos imitadores de esas gloria que sobre bosques y desiertos, ciudades y naciones, hordas y milicias, alcanzaron las águilas romanas. Pero no sólo fueron sus armas, fue su lucidez para crear un orden, un marco legitimo y factible de convivencia. Roma fue y ha sido espejo del florecimiendo humano, de modo que los posteriores renacimientos no hicieron más que imitarlo. Con todo derecho la ciudad del Tiber fue omphalos, corazón y faro de ese viejo mundo que clama desde el feretro diezmado de su arquelogía, de esas piedras torturadas por la tortuosa andadura de la Tierra que sólo deja entrever el resquicio de los más fecundos y perdidos esplendores.
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