Si algo caracteriza a la plaza de San Marco, en Venecia, es su superpoblación de palomas. Son palomas comunes, más bien, sufridas. Su plumaje es oscuro, con pinceladas negras en las alas, mientras que su plumón grisáceo se realza con una collera verdosa. Un romántico, las hubiera preferido de impoluto blanco, lo cual redundaría una evocación en mayor grado poética de la plaza. Pero no es así. Su revuelo se cierne sobre la plaza como un ensombrecido presagio y no como el levitar purísimo y bendito de la paloma evangélica.
Tengo entendido que las palomas de San Marco procrean de manera alarmante, circunstancia frente a la cual las autoridades han decidido poner coto. Resulta imperioso diezmar esa fecundidad aviar, recurriendo a los más expeditivos métodos. Uno de ellos es la prohibición drástica de alimentarlas. Aunque creo que esta ley es constantemente transgredida por el turista ingenuo, que parece hallarse más allá de toda prescricción y se deja llevar por ese impulso filantrópico y ternurista de repartir maiz a troche y moche entre la barahunda de palomas y palomos insaciables, mientras éstos se le suben, con desvergonzada confianza, hasta las mismas barbas.
He observado con atención el comportamiento de las palomas, como se sabe apasionadas de las semillas y los frutos secos. Sentado en la terraza de un bar en cierta plaza céntrica, en el que siempre la cerveza es acompañada de dichos aperitivos, no cabe más que esperar que al poco tiempo no cerque un grupo de palomas furtivas. Merodeando en derredor, tanteando los terrenos, irán lentamente cirniéndose sobre nuestra mesa, codiciosas del suculento platillo de cacahuetes y maíz. Si nos permitimos el buen corazón de lanzarles algunos de los garbanzos tostados que desechamos, pronto su confianza irá mermando distancias hasta que al cabo las veamos picotear furibundas en el platillo. Esta desverguenza torcaz no hace evocar la voracidad de esos pájaros en el memorable film de Hitchcock.
Pero, ¿ que sería de San Marco sin sus palomas? Un espacio de brillante frialdad. Las palomas nos recuerdan el frenesí de la vida, el pálpito poético del latir del mundo, del pulso vitalísimo de esa Venecia a la que se cree dormida en el sueño de su pasado, pero que día a día resurge y se renueva, amaneciendo tras el velo negro de la noche que encubre la magnificencia de una plaza en la que, durante ese letargo nocturno, no hay palomas, o se recogen en ese gran palomar que las cobija, como son los resquicios de las procuratorias, el campanile, la torre del reloj o la misma basílica... No nos quepa duda, en Venecia las palomas tienen carta de ciudadanía.
Tengo entendido que las palomas de San Marco procrean de manera alarmante, circunstancia frente a la cual las autoridades han decidido poner coto. Resulta imperioso diezmar esa fecundidad aviar, recurriendo a los más expeditivos métodos. Uno de ellos es la prohibición drástica de alimentarlas. Aunque creo que esta ley es constantemente transgredida por el turista ingenuo, que parece hallarse más allá de toda prescricción y se deja llevar por ese impulso filantrópico y ternurista de repartir maiz a troche y moche entre la barahunda de palomas y palomos insaciables, mientras éstos se le suben, con desvergonzada confianza, hasta las mismas barbas.
He observado con atención el comportamiento de las palomas, como se sabe apasionadas de las semillas y los frutos secos. Sentado en la terraza de un bar en cierta plaza céntrica, en el que siempre la cerveza es acompañada de dichos aperitivos, no cabe más que esperar que al poco tiempo no cerque un grupo de palomas furtivas. Merodeando en derredor, tanteando los terrenos, irán lentamente cirniéndose sobre nuestra mesa, codiciosas del suculento platillo de cacahuetes y maíz. Si nos permitimos el buen corazón de lanzarles algunos de los garbanzos tostados que desechamos, pronto su confianza irá mermando distancias hasta que al cabo las veamos picotear furibundas en el platillo. Esta desverguenza torcaz no hace evocar la voracidad de esos pájaros en el memorable film de Hitchcock.
Pero, ¿ que sería de San Marco sin sus palomas? Un espacio de brillante frialdad. Las palomas nos recuerdan el frenesí de la vida, el pálpito poético del latir del mundo, del pulso vitalísimo de esa Venecia a la que se cree dormida en el sueño de su pasado, pero que día a día resurge y se renueva, amaneciendo tras el velo negro de la noche que encubre la magnificencia de una plaza en la que, durante ese letargo nocturno, no hay palomas, o se recogen en ese gran palomar que las cobija, como son los resquicios de las procuratorias, el campanile, la torre del reloj o la misma basílica... No nos quepa duda, en Venecia las palomas tienen carta de ciudadanía.