No se puede negar que el monumento sepulcral de la Sacristía Nuova constituye una de las cúspides en el arte de Miguel Ángel. Se conoce que el encargo surgió del papa León X, pero su conclusión tuvo lugar durante el papado de su sobrino Clemente VII. La capilla, llamémosla así, supone una prolongación del soberbio panteón de la familia Medici y estuvo destinada a albergar los restos de los viejos próceres, desde Lorenzo el Magnífico hasta el otro Lorenzo, el penserioso. La sobria arquitectura renacentista, ideada por el propio escultor, enmarca los monumentos funerarios quizá más hermosos y equilibrados de su época, los que enfrentan, muro contra muro, a Lorenzo el pensieroso y a Juliano de Nemours. En ese extraordinario conjunto Miguel Ángel alcanza un importante logro, cuyo fundamento retórico abrió las puertas a un ya acaso emergente manierismo. En cualquier caso, ambos grupos demuestran una maestría difícil de igualar y en la que se establece un cierto canon de la belleza.
Cuando el visitante traspone las puertas de la Sacristía se siente transportado a un ámbito sublime de perfecta proporción, donde rige, en la fluidez del lenguaje, el concepto de lo divino. Miguel Ángel pretende trasladarnos a la puridad de un orden esencial platónico en el dominio eterno de las ideas. Toda la obra aspira a la dualidad sagrada de Bien-Belleza, desde la que llega a penetrarnos la mirada divina, que pretende ser redentora. Desde los dos estados del espíritu, el de las reflexión y el de la acción, el artista sondea el cernirse inquietante de la voluntad, enmarcada en la permanentes coordenadas del tiempo, la noche y el día, el crepúsculo y el alba. Raro resulta, al enfrentarse a esta obra magnífica, no presentir ese algo más que nos puede proporcionar el arte, cuando menos el barrunto de ese infrecuente estremecimiento de un "algo más" trascendente.
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