Era verano. Un verano en ciernes que tardaba en consolidarse. Como cada mañana, aún adormilado, sin haberle abandonado del todo el arrobo placentero de las sábanas y el sueño, Eugenio Zayas salió de casa, como todos los días entre semana, para dirigirse al trabajo. La luna lucia todavía plena en un cielo que comenzaba a clarear y en la ambiente parecían aun cernirse las incertidumbres de la noche. El día anterior había aparcado su automóvil, no sin un esforzado acecho al codiciado aparcamiento, unas calles más arriba, junto a un hediondo contenedor público de basuras. Hasta allí, pues, se dirigió, con el bocadillo del almuerzo en la mano y una pesadumbre en las piernas, que nos atrevemos a tildar de sicológica, ocasionada por la adversa perspectiva de una jornada de duro y rutinario trabajo por delante.
La rutina en la actividad diaria es circunstancia que deprime al individuo, y es, a su vez, algo inherente a cada hijo de vecino de las clases medias que pueblan nuestras ciudades. Sáquese, pues, la consecuencia. La rutina hace que la vida nos pese como una losa. Y no quiero entrar en apreciacionnes fúnebres. El transcurrir monótono de los días, y nuestra servidumbre como pieza, no del todo imprescindible, de cierto engranaje productivo que no nos aporta sino una precaria economía y las vislumbres de un horizonte incierto, asumiendo nuestros objetivos como inalcanzables, nos produce una sensación de ahogo, como de sentirse en el interior de un pozo del que resulta imposible salir y en el que todos los intentos por conseguirlo se ven abocados al fracaso.
Eugenio Zayas, para erradicar ese acre sinsabor existencial de su boca, se echó en ella un caramelo de menta, de los que se había hecho adicto tras haber abandonado el vicio del tabaco. Como una bocanada de oxígeno para quien se ahoga en un mar de contrariedades, le vino a la mente un recuerdo, una evocación. Rememoró una idílica mañana de hacia unos veranos en que saboreaba, libre de presiones, un capuccino en uno de los cafés de la plaza del Campo, en Siena. Era una mañana espléndida, en que se contemplaba la plaza pulular entre los vanos que despejaban las gradas habilitadas para el célebre Palio, que tendría lugar el día siguiente. Aquel sol estival, aquella plaza de sublime encanto y el regusto de aquel reconfortante capuccino que aun se le antojaba degustar, le originaron una sensación que bien podríamos definir como de vívida felicidad, ese estado de gracia que nos satisface plenamente y que llegaría a ser ideal si durara siempre.
Colmado por la imagen de las coloristas banderas de los distintos barrios de la hermosa ciudad toscana agitándose al viento, emprendió el camino hacia la factoria donde laboraba como operario. Con la palanca de cambios en segunda, fue adentrándose, bajo la biliosa luz de las farolas, en una ciudad todavía aletargada. El trafico era escaso. Y al detenerse ante un semáforo que daba acceso a una rotonda, de nuevo la realidad se le vino encima como un pesado fardo. Se hallaba náufrago en mitad de la semana, finalizando junio, y con la friolera de una interminable sucesión de jornadas de calor, sudores y estrés por delante, sin mayor color ni asomo de esperanza de que esa situación en una fecha determinada cambiaría.
Fue al salir de una curva, una curva sin visibilidad. De sopetón, allí apareció ella, sobresaliendo de la valla publicitaria estratégicamente ubicada. Era como el espejismo inesperado de un oasis, una invitación flagrante a añorar lo inasequible, una turbulencia que te impulsaba a ambicionar lo inalcanzable. En el fondo, una carnada; pero una carnada apetitosa y apetecible, por la que estaríamos dispuestos a canjear algo valioso con tal de hincarle el diente. Sí, era ella: el sumum. Una Cindy Crawford ceñida por un liviano bañador, que exhibía su esplendorosa belleza de moderna Venus botticceliana surgida de las aguas. Y desde entonces Eugenio Zayas, ese oscuro operario, se entregó cada mañana, en su monótono itinerario, a la más enconada idolatría del eterno femenino hasta que llegaron las vacaciones de agosto, ese lapso en que se nos permite volver a ser nosotros mismos y donde se renueva el lujoso placer de estar vivos.
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