¿Cuál es el secreto que esconde Roma? La primera impresión que se lleva el turista es de caótica fascinación. Un primer instinto le lleva a buscar la Roma de calendario, donde sus más afamados monumentos adornan el deshojar de los meses. De tales subvenirs se muestra exhuberante Roma. La Antigua Roma impone una iconografía de epatante grandiosidad; baste la visita al Coliseo o el paseo por los foros. Pero, claro es, estos efectos de postal de 0,50 euros resumen únicamente la epidermis de la ciudad. Roma en sus monumentos sería en efecto grandiosa, victoriosa, revestida de ese laurel que pasearon en triunfo sus invictos generales. Mejor solo buscar en el portento de su arte, en la magnificencia de su historia esa cara que nos hace ver lo consecuente del hombre, lo provechoso de su espíritu. De esta manera la amaría un enamorado Goethe desde la atalaya del monte Capitolino, contemplando el atardecer en los foros.
Pero Roma es bien diversa: magnífica y pintoresca, religiosa y pecadora, palaciega y chabolista, dandy y truhanesca, altiva y decadente, opulenta y misérrima. Y es precisamente este contraste el que nos hace sonreír, porque el turista la observa desde los ojos de la curiosidad y la farándula. Pero también ese es el prisma que los mismos romanos han ayudado a difundir.
He visto por televisión un reportaje sobre Roma; en él he podido entrever las caras plurales de la ciudad; no todas ellas notorias y celebrables; algunas de ellas trágicas. Por la pequeña pantalla ha desfilado toda la reseñable fauna humana que pulula por sus calles; también sus rincones más caraterísticos, algunos de ellos insospechados, no muy asequibles al turista corriente que visita la ciudad en son de paz. En los minutos de metraje, han desfilado turistas, comerciantes, vecinos, tunantes, excéntricos, prostitutas, maricas, fulleros,mafia subterránea, legionarios de guardarropía, atildados cicerones, flipados, indigentes.., perfilando todas las gradaciones de la miseria y de una vida que lejos de relumbrar con el brillo del optimismo, se entenebrece en el claroscuro del drama. Al pulsar en la sensibilidad de sus cuerdas, éstas devuelven al aire la congoja de un lamento. Me llena de estremecimientos el alma el que al observar esta Roma parezcan revivir en la memoria la viejas secuencias del neorrealismo, con su doloroso discurso de estupor y denuncia. Sí, todavía hoy no anda muy lejos la amarga vicisitud del Ladrón de Bicicletas, de De Sica. Al reconocer esta triste Roma desconfío de que la restituya todo el esplendor del arte vaticano.
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