Los ochenta para mí fueron unos años que me pillaron algo desmarcado. Culturalmente yo estaba embebido por la contracultura de los finales de los sesenta y setenta. Más bien era el fenómeno hipie el que se había encargado de efectuarme el correspondiente lavado de cerebro. Compartía de algún modo su moda y parte de su idiosincrasia. Había asumido su melena, pero no sus paraísos artificiales. Eso sí, fumaba tabaco y bebía como un descosido y devoraba a Nietzsche. Semejante cocktel no podía tener buen final. Paulatinamente, la disipación me precipitó en ese pozo insondable del que resulta bastante arduo poder retornar a la superficie.
Por los ochenta yo andaba enfrascado en una esclavitud proletaria, tratando a trancas y barrancas de labrarme eso que se llama un porvenir, que todavía no sé si lo he conseguido. Por ese tiempo había abandonado casi por completo la literatura, después de intentar sin éxito publicar alguna novela o ser galardonado en algún certamen literario de los que se pregonaba que los premios estaban amañados. Pero, eso sí, afortunadamente, no había perdido el vicio de leer. Durante los ochenta yo no sé lo que era: si un julai, un flipao o un garrulo..., aunque yo me inclino a creer que un pardillo, al que los enrollados jóvenes de tupé trataron de dársela con queso. La movida llegó a Alicante a bordo del talgo de Madrid, y se instaló en los diversos tugurios del "barrio", pero para entonces yo ya estaba demasiado pasado, demasiado excéptico para dejarme envolver otra vez por ninguna fantasiosa filigrana. Sí, verdaderamente, la vida pasa factura. Quizá con ello quiera advertirnos de que despertemos. O acaso es que yo más bien pertenezca a esa peña, recordada por Bryce Echenique en sus memorias, de los que piden "permiso para vivir" y se resguardan de involucrarse de lleno en esa guerra sucia de la vida.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario