Matías Zambrano era un hombre común en muchos aspectos: comía, dormía, trabajaba, soñaba, vegetaba; lo único que lo distinguía era que guardaba en casa una excelente biblioteca. Siempre se consideró un hombre gris, sin éxito, cuya voz jamás se elevaría sobre el resto del rebaño social. Desde niño intuyó que él nunca descollaría por ninguna aptitud excepcional y que su vida transcurriría bajo ese silencio indiferente que se reserva a la mediocridad, preludio de ese otro gran silencio que a tantos no espera tras la muerte.
Matías no destacaba especialmente en ninguna de las parcelas del hombre: su físico entraba dentro de lo vulgar y carecía de toda virtud atlética; su intelecto no se distinguía por ningún talento: en su vida estudiantil no logró rebasar la secundaria; en cuanto a su sensibilidad artística, adolecía de toda predisposición. Pero eso sí, poseía un espíritu inquieto, concienzudo, y dispuesto a satisfacer aquellas necesidades que dictaba su voluntad.
Aún en edad estudiantil, conoció el gusto por la lectura. Sus primeros libros fueron esas ediciones falaces que distribuían los vendedores a domicilio: alguna obra clásica, abundantes best-sellers y obras oportunistas sobre temas candentes de actualidad. Su voluntad dispuesta le ayudó a superar esa resistencia que muchos textos ofrecen para el lector principiante, y Matías, lejos de desdeñar la lectura como una experiencia ardua y gravosa, tras rebasar los áridos senderos de las letras a trancas y barrancas, pues de las lecturas solo aprovechaba una sustancia más bien escasa, de un libro pasaba a otro. Así, como esos albañiles aficionados y autosuficientes que paso a paso, ladrillo a ladrillo, construyen su propio hogar, Matías fue coleccionando esas primeras obras que supondrían los cimientos de su biblioteca futura y su sedimento cultural como lector.
El mundo rodó, y Matías fue creciendo, y con él su biblioteca. Durante su juventud, sus adquisiciones eran más bien limitadas, pues el grueso de sus lecturas correspondía más a obras prestadas. Pero todo cambió cuando logró acceder a un puesto de trabajo y comenzó a fluir el dinero a su bolsillo; un dinero que no le permitía excesivas libertades, aunque sí la de costearse lo que comenzaba a ser una modesta biblioteca.
Como a todo estudiante fracasado, a Matías le roía el gusanillo de proporcionarse una sólida cultura autodidacta, prurito que le impelió a adquirir obras de la más diversa índole y materia, que leía y releía con fruición.
Pasado el tiempo, nuestro lector, siguiendo el curso natural de la vida, prosperó, adquirió una casa propia, en una de cuyas salas decidió instalar lo que sería su nueva y flamante biblioteca. El mismo se preocupó de escoger una buena madera para las estanterías y de colocar el gran volumen de libros, ordenados por materias y autores. Cuando la vio toda reunida, orgulloso de ese gran tesoro congregado y del cual él podía disponer de primera mano, respiró profundamente satisfecho.
Un dato a señalar de la condición de Matías es que no se casó, como consecuencia de unos amores frustrados que lo desengañaron de las componendas del amor. Ausente de afectos familiares, salvo los de sus padres que eran ya viejos, depositó sus esperanzas en las satisfacciones que pudieran proporcionarle sus aficiones literarias y el cultivo abnegado de su biblioteca. Pues ésta, lejos de desengañarle, se había convertido en refugio en el que resguardarse cuando atosigaban las ásperas contrariedades de la vida.
De tal modo este furor coleccionista se volvió tan apremiante, que resultaría difícil señalar dónde acababa la virtud y empezaba el vicio. Llevado por su afición, ya no solo leía sino que coleccionaba. Su fondo de biblioteca ya no solo se nutria de obras recientemente editadas sino que iban sumándose gran cantidad de títulos de los llamados de ocasión. Le gustaba hacerse con raras ediciones, con viejos libros editados en su día y que hoy ya no se podían localizar en el mercado. No cabía duda que su biblioteca, para tratarse de la de un hombre común, debería de ser de las más excelentes de la ciudad. Y, como no tenía hijos, pensaba que cuando él faltara la donaría a cualquier institución, de modo que en cierta forma su nombre sería recordado.
Por fin, a sus cincuenta y cinco años, la vida parecía sonreírle y su ingente biblioteca colmaba gran parte de sus necesidades, en mayor medida las espirituales. Como los antiguos griegos, hoy podía decir Matías: yo soy mi "paideia".
Matías Zambrano era lo feliz que podía permitir la rudeza de la existencia, cuando en una librería de lance, llamada El Ágora, adquirió un rancio ejemplar de "Los sueños" de Quevedo; ejemplar que al parecer en otros tiempos había ocupado un sitio de privilegio en la biblioteca de un gran escritor: Azorín. No sabía que con la remembranza del genio de Monóvar, el libro traía otro secreto menos grato en su interior: la polilla. Silenciosamente los ácaros, tan corrosivos como el autor de las Zahurdas de Plutón, fueron haciendo su trabajo ante la inocencia del propietario, que lo había colocado entre otros libros de su biblioteca, olvidándose de él hasta que llegara ese momento señalado en que pudiera disfrutar de su lectura. Tan ajeno estaba de cuanto ocurría en su biblioteca , que partió de vacaciones. Permaneció ausente quince días, recorriendo las más frescas latitudes de Asturias y Galicia. A la vuelta, decidido a pasar una fértil mañana disfrutando de sus tesoros bibliográficos, escogió un ejemplar del Quijote comentado por Celemín. Al abrirlo, el libro se desojó al hojearlo como otoñal hojarasca y se desmenuzaba al tacto como seco serrín ya solo útil para ser barrido. Despavorido, Matías Zambrano, se precipitó hacia los estantes, y no pudo reprimir un gran grito de ¡horror! cuando comprobó que toda la biblioteca se había infectado.
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