DIARIO DE UN DIA

Este es el diario de un día que no debe ser muy bueno. Para empezar, me he levantado dos horas más tarde de lo que tenía previsto. No paraba de soñar sueños inquietantes. Por eso, al despertar, me costó situarme en la latitud precisa en donde me encontraba. Aquella, aunque bien cómoda, no era mi cama sino la de un hotel, y me hallaba en Madrid. El despertador no había sonado y, con ello, había perdido esas horas cruciales en las que uno puede controlar el timón de la vivencia del día, o descifrar sus albures, para que éste nos resulte provechoso.
Desayuno en el bar de otro hotel que me sale al paso. Como no tengo ni ganas siquiera de organizarme el día, me dirijo ocioso hasta la cuesta de Moyano. En sus casetas encuentro algunas bagatelas que quizá determinen el resto de la jornada. Coincidiendo con un comentario mío formulado el día anterior en el que constataba que más se recordaba a Shelley por su mujer Mary, con su Frankenstein, que al propio poeta, vacilo en decidirme a adquirir la joya encontrada entre las hileras de libros. Se trata de su Adonais, en una vieja edición de Austral. Más tarde, en el Café del Príncipe, leeré su prologo junto a un comentario al texto.
De la primera inquietud que suscita, surge la pregunta: ¿Continúa siendo Shelley un poeta de la modernidad?
Si concluimos en esto, debemos añadir que no es un poeta de lo comercial. Creo que, como todos sus compañeros de generación, se constituye en poeta de élites, ante todo porque, mal que nos pese, la poesía continúa siendo un artículo para ese inmensa minoría juanramoniana. Minoría que se fraccionará más entre los seguidores estrictos del poeta de Sussex, puesto que los más se decantan por sus coetáneos Keats y Byron, cuando no Woodsworth o Coleridge, con ediciones más recientes en el mercado.
Volviendo a la cuesta de Moyano, casetas más arriba me hago con un ejemplar de una vieja obra de Umbral, Las palabras de la tribu. Umbral, que quería ser oído, empleó su artillería para abatir a los grandes elefantes blancos del parnaso patrio. Dirige sus dardos envenenados contra las figuras míticas de Azorin y Baroja:  Los dos grandes mastodontes noventayochistas que sobrebivieron a nuestra guerra civil y, acaso muy a su pesar, fueron testigos de las grandes transformaciones ideológicas de la modernidad. Si al autor de Mortal y Rosa se le atraganta el maestro Azorín, se muestra complacientemente moderado con ese otro alicantino genial: Gabriel Miró.No escatima el elogio y alaba la excelencia de su prosa, compadeciéndose de su adverso destino, del que nunca fue merecedor. Aunque fuera rechazado por la Real Academia, se constituye en el mejor paisajista y pintor de estampas de nuestra literatura.
Tras alejarme de la cuesta de Moyano abrumado por la insaciabilidad  del coleccionista, visito el Thyssen-Bornemidsza. Hay días en que nuestro espíritu se siente permeable, como una esponja, recibiendo del entorno una  inyección de vida, pero en este día no encuentro una imagen determinada que sublime mis momentos, ni el cubismo de Gris, ni los paisajes intensos de Church, ni las estampas venecianas de Canaletto. Observar cuadros desde el desinterés es una experiencia vacía.
La tarde acaba en otra librería, en la calle del Principe. Entre los libros expuestos encuentro uno de un viejo amigo. Como todos los suyos, me habla de sí mismo en su acostumbrado tono egolátrico milleriano. Sé que cuenta con la aquiescencia de algunos críticos; por mi parte, espero  de él ese libro creativo con el  que me convenza como escritor. Mientras, el misterio del crepúsculo se cierne sobre Madrid.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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