Óscar Wilde es reconocido por todos por la agudeza de su ingenio, ingenio que le llevó a pulimentar los epigramas más incisivos, matizados y sagaces. Pero he aquí descubro una de esas sentencias en que me resulta difícil reconocerlo. Dice así: "El poder nada es en sí mismo: lo hermoso del poder es que permite hacer el bien."
Aquí nos encontramos con el Wilde más elemental, el más comprometido con sus propios principios; ese que anda de la mano de la sencillez franciscana y la solemnidad de su De Profundis. Este es el Wilde que nos gusta encontrar, el madrugador que no ha tenido tiempo de enmascararse tras de sus afeites.De común se aprecia en él su talento mordaz, la inteligente elegancia de su discurso, la decadente puesta en escena, la contumacia cínica del pecador, pero nada de esto nos convence ya tras de leer la honestidad de su aserto; y así pretendemos quedarnos con ese otro Wilde que persiguió la sobria belleza franciscana en humildes ofrendas líricas como el Ruiseñor y la Rosa y otros pequeños cuentos tan logrados como El Gigante Egoista.
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