El narrador ha salido a la calle para desentumecer su cuerpo y descongestionar su espíritu, pendiente la página en blanco que la necesidad manda rellenar periódicamente. Como su magín anda abotargado por las exigencias cotidianas, el caminante anda sin rumbo, expectante de lo que la vida pueda depararle, y con sus sentidos abiertos a cuanto le rodea, conjurador constante de eso que llaman inspiración.
La tarde ya oscura del invierno responde con sus características sensaciones: rugir de automóviles, cuyos focos irradian ráfagas de luz que iluminan parcelas de sombra; paseantes abrigados echando bocanadas de vaho contra el ambiente helado; anuncios comerciales, aturdiendo con su impacto multicolor sobre el ojo inquieto del viandante; músicas animadas con las que se invita al consumo desde el interior de las tiendas, etc...En conclusión, la típica y amenizada normalidad que acontece cualquier sábado por la tarde en el núcleo vital de la ciudad..
Mientras el narrador culmina el trayecto por una de las céntricas avenidas que desemboca en una de las más renombradas plazas, recela de que aquel día su página quedará en blanco, de que nada estimulará el resorte de su creatividad y sus próximas horas permanecerán en la apatía, sin el goce que procura el misterio del arte. Pero hete aquí, que al adentrarse en la plaza, a lo pocos metros, se cruza con un insólito viandante. Al primer vistazo, percibe en el avistado rasgos peculiares, detalles que captan la atención y promueven a conjeturas intrigantes. El individuo viste totalmente de negro, desde el ápice del sombrero a la puntera del calzado. Es de raza oriental. Por lo espigado, quizá sea chino, pues los japoneses suelen ser zambos y bajitos. El hombre pasa precipitadamente, como quien persigue un destino ineludible y le aguardan obligaciones de cierta importancia. Pero, sobre todo, hay en él un detalle curioso que llama la atención del narrador: bajo el ala de su sombrero, un sombrero negro de sombrerería especializada, un parche de tela cubre su ojo derecho, sujeto por una goma elástica que circunda su cabeza. Quizá primordialmente llama la atención porque utilizar un parche de tela, hoy día que existen prótesis tan bien acabadas como para disimular cualquier tara, no deja de ser una provocación que siembra inquietud en cualquier observador. No cabe duda, que el narrador se ha visto asaetado en el centro mismo de su psique, desatando un animado proceso de ávidas conclusiones divagatorias. Y así el narrador, apelando a sus intrínsecas facultades omniscientes, decide seguir en su periplo a tan conspicuo personaje.
El sujeto -lo llamaremos Chiang- por la convicción de sus andares parece conocer de sobra el destino que persigue. Tal seguridad, hace conjeturar que su estancia en la ciudad no es excesivamente reciente y que se siente familiarizado con el plano de la misma. A esas horas, una tarde de sábado, Chiang ha abandonado su hotel y deambula indolente por la ciudad, añadiendo al agradecido paseo de antes de la cena, la distracción de fisgonear en los comercios de la ciudad. Como de su mano no pende ningún tipo de bolsa, convenimos en que nada le ha estimulado a adquirir ninguna mercadería y que ahíto de la agitación festiva y del abigarrado carrusel del comercio ha decidido recogerse en su hotel, y ya en su habitación asearse para la cena. La trayectoria que ha escogido el viandante conduce inequívocamente al hotel Hesperia. Con el buen ritmo de su zancada, pronto se hallará a sus puertas.
Al penetrar su portalón , se abren sus acristaladas puertas automáticas. Chiang penetra y se dirige sin vacilar hasta la recepción. Intercambia unas breves frases en inglés con el empleado, quien amablemente le facilita una llave. El huésped se encamina al ascensor. Presiona el botón y aguarda unos minutos. Al fin, la puertas se abren y accede a la cabina. Esta es amplia, recientemente reformada. Con su dedo índice pulsa la tecla del tercer piso, en un panel de dígitos que asciende hasta el undécimo. Chiang se apea, y nada más salir del descansillo, se encamina por el corredor hasta la habitación 321. Introduce la llave en la cerradura y empuja la puerta. Entra y presiona el interruptor de la luz. Se enciende una lampara e ilumina una habitación decorada con la asepsia propia de los hoteles. Huele a ambientador barato y de las paredes penden cuadros abominables. La amplia cama se cubre con un edredón azul. Al menos la calefacción a calentado el habitáculo, como invitando a permanecer en ella. Una pequeña mesa de escritorio invita a cualquier labor. Pero Chiang se desviste, al parecer dispuesto a darse una ducha. Entra en el baño casi desnudo. En su torso se descubren varios tatuajes, entre ellos uno en el brazo, donde la efigie de un dragón delata la vieja afiliación a un templo Saolín. Ingresó en el monasterio en su tierna adolescencia, y en él se imbuyó de los principios budistas, ejercitó el yoga y las disciplinas de autodefensa. Conforme fue creciendo descubrió que la vida monacal no era la más recomendable para él. Tenía sed de nuevos horizontes, ansias de libertad que compaginaban `poco con la estricta disciplina de un asceta. Pronto se convirtió en traficante clandestino de jade, estableciendo favorables contactos que abrieron interesantes perspectivas de bienestar y lucro. Pronto se habituó al dinamismo de aquella vida excitante del claroscuro. Temerario equilibrista sobre el precipicio, su optimismo a toda prueba apostaba a que jamás se lo tragarían los abismos.
Chiang se despoja de su muda interior, retira el parche de su ojo desvelando su lacra, un muñón sin globo ni párpados, y penetra en la ducha. El chorro de agua caliente le reconforta; al aplicarlo a la cabeza reduce la tensión que se acumula en ella como síntoma previo a la ejecución de su trabajo. Se trata de una tarea que exige toda su concentración.
Chiang sale envuelto en una toalla. Acaba de secarse y rebusca en el armario la ropa apropiada. Escoge una ropa cómoda. Por supuesto, negra. Pantalones elásticos, jersey de cuello vuelto y una cazadora de cuero. Ya vestido, abre su maleta, asegurada con candados, y que protege bajo llave en el armario. Entre las ropas, oculta en un doble fondo, aparecen una Mustang automática y una pequeña catana japonesa. La Mustang se guarda en una cartuchera que ajusta bajo su axila. La catana la esconde en un falso forro de la cazadora. Chiang se tumba en la cama hasta las once. A esa hora abandona el hotel y se dirige al restaurante chino Dragón Imperial. Cena varios platos, toma café y licor de manzana. Aguarda. Del restaurante sale un último cliente. En el salón solo quedan Chiang y los camareros, que a su vez son propietarios del negocio. Chiang los mira y ellos corresponden a su mirada. El hombre de negro, con su parche negro tapándole el ojo se pone en pie, desenfunda la Mustang y vacia el cargador apuntando uno por uno sobre los camareros. A la dueña, indemne de la masacre de balazos, la remata degollándola con la catana. Ghiang sale precipitadamente del restaurante, ocultando la humeante Mustag bajo la cazadora, y se disuelve impunemente, sigiloso como un vuelo de murciélago, en la noche.