Fidel Gónzalez Turpín era un hombre insignificante. Su misma apariencia se definía en este sentido; era no muy alto, enjuto, enclenque, y algo miope; su escuálida silueta de ratón a régimen, la rubricaba un pequeño mostacho hirsuto que sostenía su nariz pronunciada. Ésta era quizá excesiva para la menudez de su óvalo, pero servía de perfecto asiento para sus livianas gafas, que casi siempre pendían del tabique con la negligencia con que suelen hacerlo en el de los mismos eruditos.
Fidel Gónzalez Turpín tenía aspecto de lo que era: un oscuro funcionario condenado a lapidar su vida entre legajos y documentos, en una oscura oficina de cristales esmirilados, tras cuya opacidad la administración habitúa a ocultar sus crímenes. Gónzalez Turpín trabajaba ocho onerosas horas, que a veces se transformaban en diez u once, según andase la marea de demandas y suplicatorios, actas y contraactas, impresos e instancias. Desuncido el nudo de su corbata, trataba de poner orden en aquel maremagnum que se apilaba a su mesa, forzando sus ojos saltones, tensas la venas del cuello, agobiado por un bochorno que el ventilador de ocasión no remediaba, pues el aire acondicionado no funcionaba desde épocas inmemoriales. Entre pitillo y pitillo, suspiraba, miraba el revoloteo de la polillas en torno a la lámpara y se imaginaba su mesa despejada y los archivos en perfecto orden; pero esto era solo una fugaz ilusión y pronto volvía a la realidad de su escritorio asestado de papelotes, con su sandwich de todos los días mordisqueado por un hombre sin apetito, cuya única salida a su suicidio consentido era fumar y fumar, y entonces volvía a su paquete de Fortuna y lo encontraba vacío, y tenía que reconocer que aunque se tratase de una fatalidad aquella oficina era lo serio en su vida; al menos esto se iba diciendo entre colilla y colilla.
Fidel Gónzalez Turpín tenía una familia que, como él, también era insignificante. Su mujer, en su modestia, se veía asediada por una larga lista de patologías que hacían más esclava la vida del esposo, lo cual carecía de importancia pues éste como casi todas las víctimas tenía madera de mártir. Sus hijos, dignos vástagos de su padre, adolecían de su misma condición. Eran frágiles criaturas, idóneas para naufragar en el tráfago de la vida.
Pero a Fidel Gónzalez Turpín, como a casi todos los náufragos, no le faltaba su tabla de salvación.
Una de la pocas compensaciones que le ofrecía la esclavitud del trabajo era el sueldo a fin de mes.
Dichos emolumentos, aunque precarios, le permitían ciertos respiros. Porque el agobiado Fidel, entre excerpta incumplimentada y la gripe de los niños, no daba a bastos en sus obligaciones. Del sueldo que recibía, acostumbraba guardar un pico para sus gastos personales. Y ¿cuales eran éstos? Tentábale a Fidel los narcóticos, el vino, las mujeres, el dominical encuentro de fútbol en el estadio municipal. ¡No tal! Fidel era un lector compulsivo. Devoraba galeradas de libros de las librerias locales, hasta donde el pico de ese sueldo le permitía adquirir. De niño, siempre admiró las grandes plumas, esos nombres mayestáticos de graves resonancias. Y soñó que algún día, tal vez, él mismo alcanzaría su estatus. Se imaginaba que la gran cultura era siempre recompensada, y que cuando él la alcanzara se vería eximido
de las gravosas servidumbres de la vida. Por eso cada fin de semana se sorprendía a Fidel frente a las estantes de las librerías, cargado con bolsas de compra, husmeando con su fino hocico de ratón si entre las colecciones de libros destacaba alguna novedad que hasta entonces se le hubiera sustraído. Tal predilección por los libros, le había permitido reunir en casa una copiosísima biblioteca, a cuyo culto se aplicaba mediante extrañas liturgias, en sus ratos de ocio.
Tamaña vocación por la palabra escrita, contribuyó a que un buen día también Fidel se dedicase a su cultivo. Empleando algunas de las horas de descanso en el ejercicio envolvente de la máquina de escribir, logró el neófito reunir unos cuantos escritos breves en un libro de relatos. Y cuando tuvo el libro perfectamente cosido, lo presentó a un editor. De la modesta tirada, no se vendieron más allá de cinco ejemplares. Debacle con la que Fidel Gónzalez Turpín vio desmoronarse su sueño ilusorio de alcanzar esa rara "gloria" que lo rescatase de la vorágine de su desolación. Hoy, mártir de la letras, se le sigue sorprendiendo en su peregrinación de fin de semana, de librería en librería, de libro en libro, de Hemingway a Proust, de Kafka a Chateaubriand, en pos de su sueño imposible, con la desesperación de un toro que enviste instintivo a su propia muerte.