Jamás visité Palmira
ni recorrí sus maravillas
a través de las páginas de Volney.
Es para mí una lectura pendiente
penetrar esa joya perdida en el desierto,
y admirar el pórtico elegante de sus templos,
el columnado de sus basílicas,
el trazado de esas calles llenas de un remoto bullicio,
donde en el área de sus ágoras y mercados
tenían parada obligada las caravanas.
Quizá todavía se presientan
las cromáticas multitudes en sus teatros y circo,
el gozo de una civilización
que llenó de frutos fecundos
los silencios del yermo,
de urbanidad la estepa salvaje;
que significó el plácido oasis de un mundo devastado
y donde de la aridez extrema
pudo brotar esa flor excelsa
de gracia y belleza,
que deslumbró con su esplendor
un páramo hostil y desolado.
¡Erguidas columnas que aún desafíáis
el paso de los siglos!:
hoy os veis sometidas a la vorágine de la destrucción,
a esa furia ciega que quiere borrar
el recuerdo de vuestro testimonio,
conculcar ese símbolo único
de flor fragosa que fecundó en el vientre estéril del desierto.
Quizá tu gloria se vea reducida a cenizas,
tu gallardía se vuelva polvo entre el polvo,
tu integridad, sillar devastado;
pero tu memoria persistirá, Palmira,
mientras haya un poeta que te sueñe,
un hombre que, levantándose del lodo de su condición,
pueda ver el horizonte con ojos de infinito.
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