Audición de Los Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada

La lectura nos ofrece una visión particular de cualquier texto. Probablemente, nuestra imaginación  construya una realidad literaria bien distinta a la que concibió el autor. En una novela leída por diferentes lectores la interpretación variará. De la lectura de Los tres mosqueteros cada cual entresacará detalles muy distintos y de las descripciones de Dumas compondrá unos ambientes que no tengan  relación unos con otros. De cada escrito se recreará una realidad enteramente subjetiva, en función de la propia idiosincrasia  y vivencia más personal. Seguramente, cada lector de La Montaña Mágica dibujará un perfil bien distinto de cada uno de los personajes y recreará el paisaje de Davos, si no lo ha visitado, de la forma más fabulosa y heterogénea. Lo cierto es que cada libro ofrece una visión y una interpretación acorde a cada lector, y guardamos de él un recuerdo que satisfizo nuestro gusto.
Digo todo esto en referencia a ciertas declamaciones de poemas que circulan por ahí. Concretamente, y abundan, sobre la obra poética de Pablo Neruda. Admito que suelo prestar más atención a los poemas recitados por él mismo. Siempre consideré Residencia en la tierra como su mejor libro, quizá porque fuera más osado y existencial. El canto general por su contenido ideológico no llegaba a convencerme. Mientras que en Los veinte poemas de amor y una canción desesperada se reconocía a un Neruda más elemental. Todo esto que hablo son impresiones de mis primeros contactos con los versos del chileno. Recientemente, y gracias a youtube, pude acceder a una lectura de Alturas de Machu Picchu recitada por el propio poeta. Aquello era el Canto General con toda su carga militante y panamericana. Pero he de decir que me agradó desde el primer momento. El temple de su voz me pareció ajustado a la dimensión estremecedora del poema. Lo debo haber escuchado más de veinte veces, pero nunca pierde su  poder sugestivo. No me ocurrió lo mismo, sin embargo, con la audición de un disco que circula por ahí, con la versión de Los Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada, recitado también por Neruda. Como la del Canto General, la voz es la del poeta maduro. Pero toda la sobriedad que desprende la lectura del uno, se vuelve empalagosa sentimentalidad y trasnochado romanticismo, ramplón y como de falsete, en el otro. No por ello desdeño la envergadura incontestable de ese poeta total que fue Neruda, pero que quieren que les diga, personalmente me quedo con el sonido más autentico con que resonaba el latido de su verso en mi corazón durante mi juventud. Sus palabras leídas me parecían más auténticas, sin tanto almíbar.

Algo escribiré esta noche

Algo escribiré esta noche
Algo escribiré esta noche. No sé...una nostalgia que acomete, un desencanto. Se dejan pasar los días como pasan los trenes lejanos, sin reparar en ellos. Se diría que  la vida es una experiencia inocente, pero en un momento, sin darnos cuenta nos miramos al espejo. ¿Y qué vemos? No  esa efigie demacrada que tácitamente consentimos, sino la complejidad indescifrable que transcribe nuestra identidad. Nos reconocemos por dentro en la corriente de ese  río que nos recorre y balbucimos sorprendidos:¿Eso es todo?: la vida.
Con el paso de los años pretendemos que nuestra vida tenga algún objeto, una significación que la resuma. Entre el aluvión de anécdotas indeterminadas tratamos de elucidar ese hilo conductor que proporcione un objetivo a todo el afán derrochado. Creo haber pasado la vida peleando contra una voluntad adversa a mi propósito personal, y solo al cabo de los años me pregunto: ¿era ésta el brazo de Dios que pretendía encauzarme hacia sus designios? Pues en contra de mis deseos egoístas, las circunstancias parecían impulsarme hacia el sacrificio. Pero ¿no se halla en éste la misión más llena de contenido de lo humano? Ni los siglos ni el olvido han borrado el holocausto de Leónidas y sus trescientos en las Termópilas. Así como la Cruz de Cristo señorea sobre la colina del mundo, dando una significación y una respuesta a toda existencia vacía.
Tal planteamiento nos ofrece John Ford en su película El hombre que mató a Liberty Valance ( la balanza de la libertad) cuando con el sacrificio de Tom Doniphon (el hombre más duro al sur del Picket-wire) devuelve la vida y la libertad a una comunidad oprimida. Es el hombre que entrega su vida por sus amigos, lo cual es el mayor galardón, como enseñó Cristo a sus discípulos. Se entrega a la cruz de la ignominia, como rescate para quienes ama.

SEÑOR, ¿DONDE TE ENCUENTRAS?

SEÑOR, ¿DONDE TE ENCUENTRAS?
Señor, ¿ dónde te encuentras?
Quiero saber si estos quebrantos,
estas angustias en lo íntimo
me anuncian tu presencia.
Sé que te perdí, pero ¿te he hallado?
¿Por qué de pronto rompes mi sosiego
y levantas la tormenta con el rayo de tu celo?
¿Qué me quieres, Señor?¿Me atormentas?
Si soy deshecho que tu moldeas en valioso cuenco,
urdiendo con mano maestra su designio,
¿qué quedará de mi afán además de tu credo?
Sé que solo soy palabras, palabras
que tu me diste como esa Palabra
tuya de que estoy hecho.

A FLORENTINA

Llevas en tu seno
la luz de Andalucía,
que no pudo arrebatarte
ni el destierro en los negros días.
La penuria y la esperanza
te trajeron hasta el mar,
ese mar incrustado
en el iris de tus ojos,
y que en cuanto los miras
incitan a navegar.
Es tu aliento de jazmines
y tu abrazo de azahar.
Tus sueños están poblados
de dehesas de olivar,
donde las cigarras cantan
al ascua del día en su declinar.
Recuerdos de un patio claro
que las lágrimas no logran empañar,
del esplendor, asomada al vano,
de  esos días de polícromo cristal,
cuanto más lejanos
más intensa su realidad.
¡Qué presente cuanto añoras!
En la amargura de la horas,
tus recuerdos de Linares.
Vivencias que se reencarnan
cuando tu ya torpe memoria
regresa entrañable a sus lares,
donde cobran vida
las estampas familiares
y reside intacta
toda tu íntima verdad.
Paseos por Linajeros,
donde los naranjos lucen
en sus copas el azahar,
y los pájaros trinan
como dulces requiebros
de melodía primaveral.
La tarde que  concluye
en la nave de la  ermita,
tocada con la mantilla
y de la mano el misal.
En pos de tu madre, filial,
quien entre las oraciones
minuciosa te recita
esa letrilla que escrita
en los cielos está:
" el día que tu naciste,
nacieron todas las flores
y en la pila del bautismo
cantaban los ruiseñores".


Sobre gustos musicales no hay nada escrito

No oculto que mis gustos en cuanto a música se decantaron pronto por la tradición sinfónica alemana, abarcando entre sus límites el drama musical romántico, con las figuras señeras de Weber y Wagner. Fué la admiración por el genio de Beethoven, con cuya música vigorosa y profunda quedé abrumado, la que me introdujo en el universo fascinante de la música llamada clásica. Sin lugar a dudas el sínfonismo beethoveniano marcó mi juventud, sin presentir que con esta adicción se iban remontando peldaños hacia una consideración de la música en su totalidad. Luego vino Wagner, con la idolátrica sintonización por radio con los festivales veraniegos de Bayreuth. Desde la llamada de la fanfarria hasta los compases postreros de cada drama eran seguidos con la más afanosa concentración, ávidos de fundirnos en ese absoluto que solo puede reportarnos el atisbo de belleza que descubrimos en la obra de arte. Wagner me educó para saborear a fondo la sustancia de la música, despertando una pasión que se consumó  en el estudio del piano y demás disciplinas musicales. Desgraciadamente, dicha consagración no dio los frutos esperados, pero me familiarizó con toda la literatura musical para piano. Beethoven y sus sonatas; Chopin y sus nocturnos. En ese tiempo, no perdía ocasión de asistir a cualquier evento que se celebrase en el teatro local. Entonces irrumpió Mozart con la magia de sus óperas. Me deslumbró La flauta Mágica, y no menos Las bodas de Fígaro. Oyendo el Don Giovanni, en algunas de sus arias pude percibir el éxtasis de la belleza. Siempre dije que no me gustaba Verdi. Su Traviata la juzgué artificiosa y cargante. La primera vez que asistí a una función del Trovatore, reconocí en ella todas las lacras del teatro de cartón piedra. Pero poco a poco su música fue calando hasta llegar a familiarizarme con ella, y hoy ya no podría calificarla de otra manera que de genial, sobre todo en esa versión antológica de Callas y Panerai. Pocos momentos hay tan sublimes como los de Madame Butterfly, pero siempre me pareció deslumbrante el aria de Casta Diva de la Norma. Rienzi no se entiende sin la influencia de Bellini. Su música penetra con la dulzura de un néctar embriagador. Hace un par de semanas que no ceso de escuchar una de sus geniales creaciones: I Capuleti e I Montecchi, en una versión memorable que interpretaran Edita Gruberova y Agnes Baltsa. Me ha dejado fulminado. Su melodía penetra con la suculencia de la ambrosía, como el dulzor de un vino joven que se difunde por las venas con el calor de la pasión. ¿Qué tiene el arte de Bellini, qué es capaz de arrebatar nuestro espíritu hasta las lágrimas?

Vigencia de El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina

Asisto en Madrid, en el teatro de la Comedia, a la representación de El burlador de Sevilla, de (o atribuida a) Tirso de Molina. Pese a las tropelías de las escenificaciones modernas la obra se sigue manteniendo aún en pie. Se diría que el teatro versificado es cosa de otro tiempo, pero a mi juicio es por esta peculiaridad por lo que la obra mantiene todo su poder de fascinación. He de confesar que no conocía el texto, aunque conservaba un ejemplar del mismo en mi biblioteca. Como a casi todo quisque era con la versión que del Tenorio hizo Zorrilla con la que guardaba mayor afinidad. Los versos de don José eran tan populares, que en cualquier momento podía escapársenos alguna de sus estrofas de afortunada acuñación. Recuerdo que mi padre me recitaba escenas enteras, debido a esa tendencia a la memorización que se tenía antes. Porque los versos de Zorrilla estaban en boca de casi todos, mientras que los de Tirso quedaban solo para los entusiastas.
El tema de Don Juan constituye un mito literario, uno de esos arquetipos de los que se nutre nuestra cultura. Pese a erigirse en una personalidad nacional, su fama claramente ha traspasado nuestras fronteras. La literatura francesa tan sensible a los asuntos españoles, adoptó la singularidad del personaje, que en manos de su más genial comediografo, Moliere, engrandeció la significación del mito. Se sabe que a través de los tiempos se fueron repitiendo múltiples versiones de la historia de Don Juan, muchas de las cuales han caído en el olvido. El mito fue recreado por las más diversas plumas con rigor más o menos reseñable, hasta que llegó a manos de dos grandes personalidades que supieron aprovecharlo, Da Ponte y Mozart. Porque quizá sea en la opera de Mozart donde se vuelva a repetir la grandeza dramática de la obra de Tirso. Da Ponte y Mozart comprendieron la dimensión trágica del Don Juan y la elevaron a cotas difíciles de igualar. Esa escena final de Don Juan y el Comendador está resuelta por Mozart con una eficacia escalofriante; difícil es que el pavor no atenace nuestras gargantas con un nudo acongojante.
Hoy, que tropezamos con Don Juanes a patadas, pues cualquier jovenzuelo que se precie va dejando su amarga memoria por la infamantes páginas de la croniquilla social, de la obra de Tirso se nos querría hacer creer que solo despierta una curiosidad arqueológica en la que solo repara el teatro institucional, en su tarea de rescatar y velar por nuestro patrimonio literario. Pero nos engañamos, no hay más que abrir los oídos a la inspiración del poeta para reconocer el vigor y la delicia de esa fuente imperecedera en donde beben los clásicos. Pues únicamente son clásicos porque están vivos.