Asisto en Madrid, en el teatro de la Comedia, a la representación de El burlador de Sevilla, de (o atribuida a) Tirso de Molina. Pese a las tropelías de las escenificaciones modernas la obra se sigue manteniendo aún en pie. Se diría que el teatro versificado es cosa de otro tiempo, pero a mi juicio es por esta peculiaridad por lo que la obra mantiene todo su poder de fascinación. He de confesar que no conocía el texto, aunque conservaba un ejemplar del mismo en mi biblioteca. Como a casi todo quisque era con la versión que del Tenorio hizo Zorrilla con la que guardaba mayor afinidad. Los versos de don José eran tan populares, que en cualquier momento podía escapársenos alguna de sus estrofas de afortunada acuñación. Recuerdo que mi padre me recitaba escenas enteras, debido a esa tendencia a la memorización que se tenía antes. Porque los versos de Zorrilla estaban en boca de casi todos, mientras que los de Tirso quedaban solo para los entusiastas.
El tema de Don Juan constituye un mito literario, uno de esos arquetipos de los que se nutre nuestra cultura. Pese a erigirse en una personalidad nacional, su fama claramente ha traspasado nuestras fronteras. La literatura francesa tan sensible a los asuntos españoles, adoptó la singularidad del personaje, que en manos de su más genial comediografo, Moliere, engrandeció la significación del mito. Se sabe que a través de los tiempos se fueron repitiendo múltiples versiones de la historia de Don Juan, muchas de las cuales han caído en el olvido. El mito fue recreado por las más diversas plumas con rigor más o menos reseñable, hasta que llegó a manos de dos grandes personalidades que supieron aprovecharlo, Da Ponte y Mozart. Porque quizá sea en la opera de Mozart donde se vuelva a repetir la grandeza dramática de la obra de Tirso. Da Ponte y Mozart comprendieron la dimensión trágica del Don Juan y la elevaron a cotas difíciles de igualar. Esa escena final de Don Juan y el Comendador está resuelta por Mozart con una eficacia escalofriante; difícil es que el pavor no atenace nuestras gargantas con un nudo acongojante.
Hoy, que tropezamos con Don Juanes a patadas, pues cualquier jovenzuelo que se precie va dejando su amarga memoria por la infamantes páginas de la croniquilla social, de la obra de Tirso se nos querría hacer creer que solo despierta una curiosidad arqueológica en la que solo repara el teatro institucional, en su tarea de rescatar y velar por nuestro patrimonio literario. Pero nos engañamos, no hay más que abrir los oídos a la inspiración del poeta para reconocer el vigor y la delicia de esa fuente imperecedera en donde beben los clásicos. Pues únicamente son clásicos porque están vivos.
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