Sobre gustos musicales no hay nada escrito
No oculto que mis gustos en cuanto a música se decantaron pronto por la tradición sinfónica alemana, abarcando entre sus límites el drama musical romántico, con las figuras señeras de Weber y Wagner. Fué la admiración por el genio de Beethoven, con cuya música vigorosa y profunda quedé abrumado, la que me introdujo en el universo fascinante de la música llamada clásica. Sin lugar a dudas el sínfonismo beethoveniano marcó mi juventud, sin presentir que con esta adicción se iban remontando peldaños hacia una consideración de la música en su totalidad. Luego vino Wagner, con la idolátrica sintonización por radio con los festivales veraniegos de Bayreuth. Desde la llamada de la fanfarria hasta los compases postreros de cada drama eran seguidos con la más afanosa concentración, ávidos de fundirnos en ese absoluto que solo puede reportarnos el atisbo de belleza que descubrimos en la obra de arte. Wagner me educó para saborear a fondo la sustancia de la música, despertando una pasión que se consumó en el estudio del piano y demás disciplinas musicales. Desgraciadamente, dicha consagración no dio los frutos esperados, pero me familiarizó con toda la literatura musical para piano. Beethoven y sus sonatas; Chopin y sus nocturnos. En ese tiempo, no perdía ocasión de asistir a cualquier evento que se celebrase en el teatro local. Entonces irrumpió Mozart con la magia de sus óperas. Me deslumbró La flauta Mágica, y no menos Las bodas de Fígaro. Oyendo el Don Giovanni, en algunas de sus arias pude percibir el éxtasis de la belleza. Siempre dije que no me gustaba Verdi. Su Traviata la juzgué artificiosa y cargante. La primera vez que asistí a una función del Trovatore, reconocí en ella todas las lacras del teatro de cartón piedra. Pero poco a poco su música fue calando hasta llegar a familiarizarme con ella, y hoy ya no podría calificarla de otra manera que de genial, sobre todo en esa versión antológica de Callas y Panerai. Pocos momentos hay tan sublimes como los de Madame Butterfly, pero siempre me pareció deslumbrante el aria de Casta Diva de la Norma. Rienzi no se entiende sin la influencia de Bellini. Su música penetra con la dulzura de un néctar embriagador. Hace un par de semanas que no ceso de escuchar una de sus geniales creaciones: I Capuleti e I Montecchi, en una versión memorable que interpretaran Edita Gruberova y Agnes Baltsa. Me ha dejado fulminado. Su melodía penetra con la suculencia de la ambrosía, como el dulzor de un vino joven que se difunde por las venas con el calor de la pasión. ¿Qué tiene el arte de Bellini, qué es capaz de arrebatar nuestro espíritu hasta las lágrimas?
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