Algo escribiré esta noche. No sé...una nostalgia que acomete, un desencanto. Se dejan pasar los días como pasan los trenes lejanos, sin reparar en ellos. Se diría que la vida es una experiencia inocente, pero en un momento, sin darnos cuenta nos miramos al espejo. ¿Y qué vemos? No esa efigie demacrada que tácitamente consentimos, sino la complejidad indescifrable que transcribe nuestra identidad. Nos reconocemos por dentro en la corriente de ese río que nos recorre y balbucimos sorprendidos:¿Eso es todo?: la vida.
Con el paso de los años pretendemos que nuestra vida tenga algún objeto, una significación que la resuma. Entre el aluvión de anécdotas indeterminadas tratamos de elucidar ese hilo conductor que proporcione un objetivo a todo el afán derrochado. Creo haber pasado la vida peleando contra una voluntad adversa a mi propósito personal, y solo al cabo de los años me pregunto: ¿era ésta el brazo de Dios que pretendía encauzarme hacia sus designios? Pues en contra de mis deseos egoístas, las circunstancias parecían impulsarme hacia el sacrificio. Pero ¿no se halla en éste la misión más llena de contenido de lo humano? Ni los siglos ni el olvido han borrado el holocausto de Leónidas y sus trescientos en las Termópilas. Así como la Cruz de Cristo señorea sobre la colina del mundo, dando una significación y una respuesta a toda existencia vacía.
Tal planteamiento nos ofrece John Ford en su película El hombre que mató a Liberty Valance ( la balanza de la libertad) cuando con el sacrificio de Tom Doniphon (el hombre más duro al sur del Picket-wire) devuelve la vida y la libertad a una comunidad oprimida. Es el hombre que entrega su vida por sus amigos, lo cual es el mayor galardón, como enseñó Cristo a sus discípulos. Se entrega a la cruz de la ignominia, como rescate para quienes ama.
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