Recientemente, escucho una reseña a través de un medio audiovisual encomiando la obra y trayectoria de diferentes artistas de la contracultura, cuyos estilos eran variados pero todos ellos revulsivos. Enjuiciarlos a estas horas del postmodernismo resultaría superfluo. Se señalaba de ellos la contribución original y recalcitrante al arte contemporáneo. De sus vidas, se destacaba su variopinto periplo al borde del abismo, abismo que como con todo aquel que coquetea con su tentación, acabó por tragárselos. Se dice de uno que murió, apenas superada la treintena, de una sobredosis; del otro, que sucumbió por Sida; del de más allá que, adicto al alcohol, se desintoxica recluido en periféricas clínicas, en manos de psiquiatras.
Conforme pasa el tiempo, se confirman más sólidamente las reflexiones de Thomas Mann sobre el artista y la sociedad. En ellas Mann hacía hincapié en la tipología del artista. Falsamente venerado en nuestros días y, hasta en algunas ocasiones, elevado a la categoría de icono, de modelo a imitar por la presente y sucesivas generaciones. Mann, en su análisis, se apresura a desengañarnos. Pues juzga al artista como el ser antisocial por excelencia; en alto grado inadaptado a las exigencias sociales y disoluto, indisciplinado y náufrago de una vida marginal y bohemia. Las cualidades que se le suponen, reveladoras acaso en el fenómeno estético, carecen de incidencia relevante en el desarrollo social, más allá del ocio y la moda. Se las aprecia como vigorizantes del ámbito cultural, el cual, al paso que vamos, no tiene mayor consistencia que los fugaces fuegos de artificio.
La misión del arte y el artista que hoy conocemos se fundamentó en nociones teóricas que planteó la filosofía precedente, que en Schelling y Schopenhauer alcanzó sus fundamentos más esenciales. Siguiendo esa senda ya trazada, el siglo XX desembocó en las vanguardias, que entonaron el canto del cisne del arte tradicional. Se agotaron todos sus caminos, y lo que vino después fue un desencanto que permitió todo tipo de intrusismo artístico. Cualquier propuesta era válida con tal de llamar la atención. Un llamar la atención que se erige en condición primordial para la aceptación del arte en la sociedad actual. Nuestro filósofo de cabecera de las sociedades permisivas, Nietzsche, fue quien reconoció al arte como pilar esencial en la vida del hombre. Y para ésta sociedad del ocio no puede haber mejor aditamento. El arte, puro o desvirtuado, se inmiscuye en los hábitos cotidianos de la sociedad aun en la forma más espuria. Siguiendo esta tendencia logran concitar el protagonismo artistas que consiguen excitar las neuronas aletargadas del gregarismo social, y así se da el entusiasmo hacia aquellos artistas del desenfreno o la sobredosis, aulladores como un Ginsberg que nos vuelve a zambullir en la subterraneidad de Orfeo, y que desde su pose maldita rompen los espejos del gusto estético, pero que nada de mayor enjundia aportan a la sociedad en el orden moral o ético, en caso de que sigamos apostando por una sociedad saludable, cuyo fin sea otro bien distinto al del lamentable diván fruediano.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario