En el siglo XIX si una ciudad provocó la admiración de intelectuales y artistas, esa fue Venecia. Buena parte del mundillo literario hizo de ella meta de su peregrinaje. Quizá porque en ella descubrieran la antesala del oriente, un prólogo sofisticado de Las mil y una noches. Por ella bebieron los vientos Balzac, Hugo y Stendhal, secundándolos la integridad casi del elenco literario romántico francés hasta llegar a Proust, donde la ciudad telonea cuantiosos pasajes de su Recherche. Entre sus huéspedes destacados estuvo cómo no una pareja de singulares amantes: George Sand y Alfred de Musset, en quienes la atmósfera de la ciudad debió de calar bastante hondo. Él se disolvió en extravagancias y borracheras, Ella en una Venecia novecentesca que no debió de ser muy salutífera para el visitante, ni por el pesaroso Siroco, ni por la humedad de sus noches, ni por las miasmas de sus aguas conductoras del cólera y un largo etcétera de desarreglos intestinales. De una de estas afecciones se lamentó Sand durante su estancia, objetando que la retuvo en cama durante días y obligó al joven Alfred a explorar en solitario la ciudad. Tales escarceos no debieron de ser muy convenientes, pues no tardaron en postrar también al muchacho en cama, aquejado de unas fiebres altisímas. Con maternal abnegación lo cuidó la Sand, transformando la picardía de una escapada erótica en penitencia de una obra pía, si no fuera porque la presencia más que reiterada del solícito doctor Pagello tornara tamaña asiduidad en poco menos que sospechosa.
Como ocurriera más tarde al legendario Ashenbach, la fétida brisa veneciana no es caldo de cultivo idóneo para que los amores imposibles, pese a la apariencia, cambien de carácter y sí para que el fermento de la pasión se revista de la consistencia del espejismo, donde el amante, desgastado por la veleidad amorosa, sucumbe a su tentativa de lo absoluto, ya que el camino de los sentidos no conduce al encuentro de los dioses sino que nos revela la ilusión del barro del que estamos hechos. No sabemos si de Musset aguardó tan elevadas conjeturas del regazo de la Sand, pero si nos consta que ésta remendó los juveniles desencuentros con las tentativas clínicas de su facultativo.
No se puede negar a Sand sus maternales predisposiciones, pues esta mujer hecha a sí misma, que se ataviaba de hombre para desenvolverse con mayor libertad en los ambientes de París, no dudaba en provocar la tos con el humo de su cigarrillo en las faringes de aquellos jóvenes de incierta masculinidad, cuyo ego acomplejado urge de la experiencia de una guía que les ayude a encontrar la quimérica plenitud entre las trincheras de las sábanas. Parece ser que con Chopin también desarrolló sus facultades maternales, pues acaso no existiera otra clase de amor para un hombre que tenía el genio a flor de piel, genio que acabó por anonadar al Federico particular. El invierno en Valldemosa más que para servir de nido para un gran romance, constituyó el punto de partida de un desencuentro. ¿Acaso porque Sand en estas experiencias jugó el papel de la amada y nunca el de la amante?
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