Siempre había pronunciado "líbido" por libido, sin saber que tal palabra no tenía hueco en el diccionario. Y es que los huecos son los que traen a la libido de cabeza. Nunca hubiera salido de mi error sin la puntualización de un viejo conocido, al que localicé por YouTube en una ciudad provinciana de Colombia. Se trata del escritor Daniel Potes Vargas, a quien conocí en Alicante, donde residía hará como un millón de años, ejerciendo el periodismo en una publicación de escasa tirada. De su obra literaria de entonces me consta que alcanzó el premio de novela corta Gabriel Sijé.
Cuando lo conocí, iba con un libro bajo el brazo, nada más y nada menos que Tiempo de Silencio, porque Potes era ya un lector compulsivo, régimen que sigue manteniendo hasta el día de hoy, como un viejo sofista remiso a abandonar su docencia. Predica con su ejemplo a las nuevas generaciones, dadas a las disipaciones audiovisuales como a un deterioro cultural. Potes continúa siendo un ebrio del libro impreso, donde aún reside el sortilegio de un lenguaje que nos permite leer en nuestra alma. A mi me daba cierta envidia, porque por nacimiento y vocación se emparentaba con los escritores del Boom, con quienes compartía cierta aura de realismo mágico. Aunque no llegué a conocerle muy bien, pues era como una década mayor que yo, fue en la misma publicación donde el escribía en la que balbucí mis primeros pinitos literarios, ciertos artículos de opinión que contaron con la benevolencia de los editores.
Cuando conocí a Potes, a mi ya me corroía el gusanillo literario y su ejemplo me ayudó a calibrar la medida real de un escritor, la del hombre que saborea el vivir en el gusto de la palabra, y reconoce, como el mismo lo hacia en Henry Miller, que no hay mayor desiderátum en la vida del escritor que el logro de un folio bien escrito, porque eso, y exactamente eso, satisface nuestra libido.
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