Madrid. Bar Chicote: en él comió Hemingway, además de muy diversas celebridades españolas y de parte del extranjero. Y no sólo comió, también cumplió un desmesurado honor a su afamada coctelería. Tuve un primer impulso de entrar allí a comer durante esta nueva visita a la capital; sin embargo, una calculada reflexión me detuvo. No fue el algo elevado coste de la minuta, que haciendo ciertas economías en otras cuestiones hubiera podido permitirme. Fue simplemente el hecho de que me pareció mera vanidad ese insaciable deseo de dar la nota, de pregonar a los cuatro vientos de que en cuanto nos compete no hemos perdido un ápice de rutilar en el escaparate de la mundanidad.
Esa ambición desmedida, que aleja al hombre de la más que recomendable humildad, no deja de tener su porción de neurosis, confundiendo el peso de la paja con los valores más sólidos y fundamentales de la vida. Hoy reconozco que me importa un bledo no formar parte de esa feria de las vanidades, y que soy escritor, aunque presumo que nunca recibiré el Nobel ni mi nombre figurará entre la creme de la creme de la intelectualidad más pujante, y que de mí, lamentablemente, solo reste el silencio a que trata de condenarme el destino.
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