No se sabe con certeza la influencia que la literatura puede tener en nuestra vida. Esta mañana me ha parecido estar reviviendo los episodios de una novela. Concretamente los epilogales de Muerte en Venecia, cuya lectura escucho a menudo en YouTube.
Anoche, al regresar al hotel en Madrid, había decidido que en el día de hoy viajaría hasta Toledo. Con ese pensamiento puse el despertador en hora, para levantarme temprano y acudir a la estación de Atocha sin dilación y tomar el primer tren hasta la ciudad del Tajo. Pero el sueño me venció; no pude llegar a la estación sino después de las 8h., y eso que tomé un taxi para acelerar el desplazamiento. Sin embargo, pese a la premura, no pude encontrar el tren adecuado para mis propósitos. El Ave más inmediato salía a las 12, hora que consideré demasiado avanzada para presentarse en Toledo, sin una agenda precisa a la que dedicar el día. Tenía en mente el desalentador recuerdo de mi última visita, donde me limité a pasear sus calles, que no es poco, pero reconociendo que esa pasión que despertó un primer conocimiento de la ciudad había ido menguando y sus hermosos tesoros me producían ya cierta indiferencia.
Finalmente, desistí de esta intención, y de la siguiente de cambiar Toledo por Aranjuez. Una larga cola en la taquilla acabó con mi paciencia y me hizo renunciar de tal propósito.
Así, como nuevo Ashenbach por el Gran Canal veneciano regresé por el Paseo del Prado al corazón de Madrid. Primero me detuve en el Starbuck de la plaza de Neptuno, donde saboreé con indolencia un café, disfrutando sus confortables sillones, y sintiendo cómo el tiempo se deslizaba moroso cual el fluir incesante de la fuente. Al dejar el Café encaminé mis pasos hasta el museo Romántico, calle Hortaleza arriba, travesía San Mateo. Acariciaba el deseo burgués de deleitarme en sus sugestivas salas, cuando fortuitamente se dio la segunda coincidencia con la novela de Mann. Como tenía previsto cortarme el cabello, ya abundoso, y no pude hacerlo en Alicante, decidí consumarlo en una peluquería que me salió al paso. El reconocerla vacía y con los peluqueros ociosos me animó a entrar.
No soporto las largas esperas para cumplir con dicho requisito. El peluquero que me atendió, invitándome a acomodarme en el sillón mecánico, demostraba un cierto afeminamiento en el habla y en sus modales. Por un momento temí que, como a Ashenbach, maquillara mi figura con tinte y colorete, aunque a mí no me aguardara la pasión por ningún Tazio ni nada parecido por las calles licenciosas de Madrid. Vago por la capital mi acostumbrada soledad, circunscrita solo a sí misma. Hace años que no presto mucho oído a las pasiones. Dijérase que mi vida ya exprimió la pulpa de la pasión y que entre sus gajos ya no queda más zumo. Negativas experiencias condenaron mi vida a la singularidad, y me voy apañando sin la camaradería del amor, aunque siempre queden nostalgias de esa desazón que nos recomienda: ¡Cherche la femme!
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