Escucho en una entrevista al escritor norteamericano Paul Auster que uno de los autores que más influyeron en sus primeras etapas como lector fue Dostoyevski. De quien asegura que la lectura de su novela Crimen y castigo condicionó su vocación de escritor. Feliz coincidencia, pues ese mismo efecto tuvo en mi adolescencia el encuentro con Fedor Mijaílovich. Tras concluir cualquiera de sus novelas, El jugador, Memorias de la casa de los muertos, el Idiota, Los demonios, especulaba con que algún día llegara a escribir algo igual.
Había dejado el instituto con una formación precaria. Sabia juntar letras, expresar oraciones simples, y mi ortografía y sintaxis eran deficientes. Si tal era mi vocación, ¿ por qué no persistir en unos estudios que nos proporcionaran los elementos técnicos con los que se construye una novela? La respuesta estaba en las distintas obras de Dostoyevski. ¿Qué hacía de ellas una experiencia primordial? No destacaba en ellas su perfección formal, ni la excelencia de su retórica, ni acaso la excesiva originalidad de su argumento, pero lo que las hacia indispensables es que en ellas palpitaba la vida. Eran seres vivos Raskolnikov y Sonia, Svidrigailov y Stephan Trofimovich, el conde Mishkin o el conjunto de reclusos de la Casa de los muertos. Tales obras eran organismos vivos que trascendían de sus páginas hasta el espíritu del lector, del que pasaban a formar parte como recomendables invitados.
Tal fue la lección que me proporcionaron tan sustanciales lecturas. Si quería llegar a ser escritor, lo primero era conocer la vida, atrapar ese embrión biológico que da carnalidad a toda buena novela. Que la letra que hay en ellas no se redujera a letra muerta. La formación intelectual la adquiriría luego a través de los libros. Creo que Bolaño eligió la misma opción. En mi caso, dicha resolución me hizo entrar en la vida por la puerta de servicio y quedar empachado de ella a los treinta años. La obra de Dostoyevski no hubiera sido posible si el zar no hubiese conmutado su pena en el patíbulo por varios años de reclusión, así como la mía modestamente tampoco lo hubiera sido si hubiera sucumbido a su vorágine vital. A quien aborda el tranvía de la mundanidad le es recomendable apearse alguna parada antes de la catástrofe, para que la actividad novelesca sea posible.
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