Si se frecuentan las mercalibrerías que hoy día dominan el comercio del libro, se constatará que se compagina la venta estricta con otras actividades de animación cultural, entre ellas la presentación y divulgación de libros recientemente publicados. Se reserva un espacio para los autores, desde donde llevar a cabo la promoción de su obra. No me queda más que decir que tal asunto me parece un tarea ominosa. Me gusta escribir, pero no tengo complejo de prima dona. Recuerdo las jornadas de unos años atrás en las casetas de la feria del libro como una experiencia entre la alcahuetería y la vanidad. Para los autores casi desconocidos, que no han tomado posiciones en la arena de los medios de comunicación, desprenderse de algunos cuantos ejemplares de la tirada se vuelve una gravosa tarea a brazo partido con - iba a decir el lector- el despistado que se aproxima a las casetas con la ñoña intención de que lo entretenga un contemporáneo titiritero, cuyo propósito es despabilar al curioso del sopor intelectual interclasista. Cada día que pasa, me siento más desligado de ese papel del escritor como entretenido. Porque, la verdad, yo no escribo para entretener los ocios sociales ni para distraer el tiempo de fulanos y fulanas que no tienen cosa mejor que hacer. Escribir es una lucha sin cuartel contra la desesperanza, un desesperado mensaje que el náufrago arroja a sabiendas de que se perderá en el mar. No se escribe para asentir, sino para hacer valer el orgullo de disentir. Escribiré contra viento y marea; no para que menganito me lea, sino para reafirmarme en mi conciencia de ser, en mi voluntad de poder.
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