Recalo en Madrid, camino de Sevilla. Me he dado un tiempo para visitar la exposición de Magritte que se exhibe en el Thyssen Bornemizsa. Celebrar la cultura es uno de los pocos placeres que se reservan a quienes ya vamos entrando en años.
Haciendo tiempo hasta el momento en que, en la recepción del hotel, me entreguen la llave de la habitación, realizo un recorrido por la cuesta de Moyano, que queda muy cerca. No sé si es como consecuencia de la Covid o de las cagamandurrias de internet, pero la de Moyano parece una feria muy venida a menos. En cada ocasión que la visito me parecen que son menos las casetas que abren al público, y cada vez resulta más dificultoso hacerse con alguna ganga. No obstante, adquiero ciertos libros. Por ejemplo una primera edición de Austral del Persiles cervantino, y el Tercer ojo, de Rampa, en Áncora & Delfín, junto a Horizontes perdidos, de los viejos libros Reno, tan solo a un euro. Todo muy tibetano. Allá, a finales de los setenta, se tenía una confianza ciega por los remedios de oriente. Me resultan tales libros tan económicos porque los consigo en la caseta de esa vieja leyenda del libro usado madrileño, que todavía despacha en guardapolvo como los antiguos dependientes, y al que se puede contemplar en efigie, homenajeado en la oficina de información turística de la plaza Mayor de la Villa.
Una vez instalado en la habitación hotelera, salgo a la calle para continuar la jornada. Son las dos. Hora de comer tanto en Madrid como en el resto de España. Me decido a entrar en el Museo del jamón. Menús corrientes para economías corrientes. Me ubican en una mesa sita junto a un balcón y desde el que se observa la calle, encarado a un espejo que recubre un pilar. En él me veo reflejado. Muchos escribidores me tendrían envidia, pues miro mi figura y me recuerdo a Hemingway. Obeso, sesentón, barba algo canosa, y embutido en un chaleco de viaje que da a mi fisonomía cierto resabio de aventura. Un chaleco bastante similar, también nutrido de bolsillos, al que usaría el autor de Las Nieves del Klimanjaro cuando marchaba de cacería al África. "Parece el vivo retrato del maestro conjeturaría, al verme, Sánchez Dragó, físicamente tan alejado del Nobel norteamericano"; "Sí, parece clavaó, estimaría boquiabierto y desesperado de envidia Vila Matas". Y así todos los hemingwaianos de pro que ahora no se me vienen a la cabeza.
Durante el resto de la tarde merodeo por Madrid. Visito los templos del libro, saboreo el ambiente de los comercios, juego unos euros a la Primitiva, paseo hasta la plaza de Oriente; En el Arenal me detengo en San Ginés, pero me abstengo de zamparme unos churros con chocolate en la buñolería Modernista. Tal régimen no es recomendable a ciertas edades. Madrid bullanguera y al mismo tiempo íntima. Cosmopolita y ramplona. Ya al caer la tarde, me siento para tomar una copa en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, que es desde donde escribo estos párrafos. En las mesas del café abundan los ancianos. Preside el gran salón una despensa de licores descomunal, situada al fondo. Tal profusión no la he encontrado en ningún otro bar a lo largo de mi vida. Con ella debe flipar más de un alcohólico. El ambiente es sosegado, silencioso, da para concentrarse, leer o escribir aunque la luz sea más bien tenue. En el centro del salón, un desnudo de mujer yacente, en mármol, alrededor de cuyo eje gira todo la escenografía de la sala; el techo lo sostienen numerosas columnas que crean rincones de intimidad; cuadros indiferentes decoran las paredes, aunque sólo recuerdo una composición de desnudos simétricamente distribuidos en la superficie de la amplia tela; a veces se oyen deslizarse los pasos de la camarera y el tintinear de vasos entrechocados. Por lo demás, sosiego; algún cliente que cruza raudo al urinario. En Madrid, cae la noche y yo concluyo estos párrafos.
No sé cuánto dará de sí mañana la exposición Magritte, pero ya me conformo con haber vuelto una tarde más a Madrid. Siento descongestionarse el muermo de jubilado.
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