Sevilla ya no es Sevilla, que me la han cambiao. En mi segunda visita a Sevilla ya nada es lo que pareció. En mi primer viaje yo mantenía la fascinación del sur, el aroma de su atmósfera, la vitalidad de sus jardines, la quietud de sus callejones, la proximidad de su folclore. Su numen poético me penetraba. En alguna de sus plazas hoy bailaban las gitanas, pero mis exigencias ya son menos condescendientes. Dicen que Sevilla huele a azahar, pero también a boñiga de jaca, que es un olor cuando menos igual de penetrante y de peaje obligatorio a causa del turista. Sevilla. Calor y color de otoño. Azul y blanco hasta donde alcanza el ojo. Placido sueñecito sobre la corriente serena del Betis. Me dejo mecer en el río legendario. Mediodía en la Maestranza. Se siente el pulso del toro. En su museo se exhiben dos berracos disecados, que si uno se los imagina vivos, resoplando y esgrimiendo la cuerna desafiante a la carrera, no dudaría un segundo en huir a la desesperada. Próximos, se exhiben las reliquias de escogidos trajes de torear. Algunos de Curro, uno de mi paisano José María Manzanares. Algunos no nacimos para toreros, ni para el cante, el baile y la guitarra. En esta segunda estancia quizá no he vivido Sevilla hasta sus tuétanos. Tampoco lo he buscado. Me he confortado con unas tapas de pescaito y un buen vino, que acaso no fuera andaluz sino de Rioja.
Desciendo Triana abajo, y reconozco un barrio menos muerto del que encontré hace unos veranos, cuatro o cinco. Por entonces mi padre aún vivía. Levanto una cortina y descubro la talla de una virgen abusivamente acicalada( todo en Sevilla es barroco); me barrunto que debe de ser la de la Esperanza de Triana, pero no me preocupo en averiguarlo. La capilla es reducida y nada me invita a permanecer allí. Parece que en Triana nacieron no pocos talentos. Encuentro una placa en la que se hace mención al padre de los hermanos Machado. Hay que recordar que Antonio nació en la misma Sevilla, en el corral del palacio de Dueñas. Por entonces no vivían en él los Alba. Qué sería de Sevilla sin poetas, como el propio Bécquer, cuyo memorial en mármol se levanta en el parque de María Luisa y al que acompaño unos minutos desde la soledad de un banco. No sé si antes o después observo la majestuosa tubería del órgano de la catedral, en el que duerme el milagro celeste de la música y del que sabía extraer dulcísimas melodías maese Pérez, el organista de una de sus más célebres leyendas. Asimismo ignoro si se encuentran más vestigios del autor de las Rimas en Sevilla, aunque seguramente debe de haberlas; en el barrio de San Lorenzo, en la escuela Náutica, quizá, pues muchas fueron las huellas que la ciudad bética dejó en su alma y en su peripecia juvenil. La majestad de la Giralda es difícil de olvidar. Sobre todo cuando te aventuras a remontar sus treinta y tantas empinadas rampas hasta su cima. A mis 64 años logré la proeza; aunque receloso de que mis facultades no respondieran. Hubo sofoco acompañado de palpitaciones. Pero desde aquella altura pude de nuevo divisar Sevilla en toda su magnitud, ese enjambre de blancas edificaciones que rodean a la Giralda y que recorta a un lado el Guadalquivir y su extensa vega. No debe parecer extraño que Sevilla evoque a los poetas. Porque conocerla es sentirla. Si no dejas que su misterio te penetre, nada gozoso sacarás de ella.
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