Contaba con que mi viaje por Andalucía daría más de sí. Quizá la razón de esta apreciación se halle en que el tal respondiera, más que a un descubrimiento, a un reencuentro. Tanto en Sevilla como en Córdoba rastreaba los viejos recuerdos, como redescubriendo un antiguo gozo. Como corolario del viaje, he satisfecho la saudade andaluza con la adquisición de un cuadro. Reproduce una estrecha calle sevillana, cuyo fondo enaltece la Giralda. Está firmado por Carlota Rosales, hija del pintor del romanticismo español Eduardo Rosales. ¡Tantas veces he disfrutado de su reducida tela en el que Jeromín (Juan de Austria) es presentado al emperador Carlos V en las dependencias de su retiro en Yuste, que se conserva en el Prado! En el siglo XIX español se prodigaron grandes pintores: además de Rosales, los Madrazo, Gisbert, Casado del Alisal, Fortuny, y algunos más. El diecinueve es un siglo que contaría con mis predilecciones reencarnatorias si no mediaran sus insuficiencias sanitarias. No me hubiera gustado morir de una tisis prematura, como ocurriera a Keats, a Bécquer, y también, creo, al propio Eduardo Rosales, al igual que a muchos de mis antepasados.
Me cuesta más hablar de andalucía en prosa que en verso, quizá porque su atmósfera se nos transmita más por medio de sensaciones que de pensamientos. En Andalucía el ojo se goza, y, en consecuencia, el espíritu. Su sensualidad nos penetra muy adentro. Su luz, su color, sus aromas, el vibrar de la guitarra, la dulzura de sus vinos. la mujer. Una noche, siendo joven, perdí los frenos en Granada, juntando la noche con el día, y empañé su mañana de belleza ejemplar. Hoy me gozo en recuperarla en la inocencia, en su realidad más sencilla y depurada, la que nos trae la aurora sin mácula, despertando con los rumores del río y el limpio trinar de los pajarillos: los mismos que en los "Campanilleros", esa notable tonada en la que mi madre parece recobrar el cielo de su infancia y yo esa media identidad que corre por mis venas.
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