Buscando por las redes la adquisición del IV tomo de las obras completas de Nietzsche, en Prestigio editorial, tropiezo con viejos ejemplares del autor que fueron publicados durante mi juventud. Llaman mi atención aquellos que editó Alianza, traducidos por Andrés Sánchez Pascual. La compra de uno de ellos, El crepúsculo de los ídolos, permanece imborrable en mi memoria. Lo adquirí en libreria Lux, en la calle Mayor alicantina, donde Manolo. su propietario, surtía de literatura económica y aun clandestina al público lector de la ciudad. Yo era un adolescente que había sido atrapado por la lectura y por las tendencias inconformistas y antisistema que convulsionaban la época como incendiaria pólvora. Yo, sencillamente, soñaba con demoler los cimientos que sustentaban la sociedad. Pues componían un mundo en el que no encontraba acomodo. Renegaba de la disciplina familiar, asentada en rígidos principios cristianos, y lo que recibía del mundo a través de noticiarios y de la experiencia particular tampoco colmaba mis expectativas. Como aspirante a joven rebelde, me tentaba esa literatura que la sociedad establecida censuraba. Al igual que una parte de la juventud perseguía en ciertos tugurios nocturnales la pócima que los catarsizara yo buscaba en modestas librerias las consignas de las obras radicales que dinamitarían el mundo, que lo harían volverse del revés, o caminar boca abajo valiéndose de los brazos. Nietzsche inequívocamente era uno de estos hombres. pues como decía de sí mismo no era un hombre, sino "dinamita".
Recuerdo que requerí al librero si tenía alguna obra de autor germano. Creo que no llegó a contestarme, pero demostró alguna perplejidad y, con un mohín, dióse la vuelta y desapareció en la trastienda. Al poco se presentó con unos cuantos libros entre sus manos. Me decidí por El crepúsculo de los ídolos porque no lo había leído y se ajustaba a mi economía; pero sobre todo para averiguar cómo se filosofaba a martillazos. Leí el libro con interés, aunque muchas de sus conjeturas escapaban a mi comprensión, sin darme cuenta que actuaba como un trapecista sin red. Cuando abrí los ojos, ya me había dado el batacazo. Porque con lo que yo no contaba, es que en el fondo de mi ser era un pacifista, alguien que prefería transigir a darse de garrotazos, que optaba por el diálogo frente a la lucha. Fuera la educacion evangélica trasmitida por mi padre o mi bonhomía, el caso es que me faltaba madera para convertirme en un futuro Che Guevara. Los ídolos tal vez cayeran pero no fue por obra de mi intervención. Mi único consuelo, ya jubilado, es volver a comprar esa obrita que reclamaba el nervio de mi juventud y que se extravió o vendí en el curso de los años. Malo es que caigan viejos ídolos con pies de barro para levantar otros igualmente falsos.