El mundo va muy de prisa

El mundo va muy de prisa

 ¡Sí, el mundo va muy de prisa! 

Cuando te crees afianzado

por fin a la tierra,

y dominas unos conceptos

que dan fundamento a tus hechos,

he aquí, a tu alrededor, una sociedad

que ha aherrojado tu voluntad

y a tu deseo más propio le ha provocado tropiezo,

embaucándote con su camelo de infinito

y guiándote como azaroso barquito 

de papel por su tornadiza corriente;

he aquí, pues,

se ha dado la vuelta como un calcetín, 

y hoy lo correcto es avieso;

lo digno, pérfido; la verdad un entredicho;

gigantes eran, pero los juzgan molinos;

y por gatos sólo se cuentan los pardos de la noche.

Advierte, sin embargo, que más que nunca

hoy la ley es pasajera, y su tiempo está contado.

Por la historia han pasado todos los reinos,

todas las leyes, todas las guerras,

todos los levantamientos y revoluciones,

y todos los hombres  que las promovieron.

Muchos de ellos hoy son silencio.

Permitidme que, ahora que encaro mis últimos tiempos,

elija primero el "yo" que el "nosotros",

pues al uno lo reclama lo eterno,

mientras que al nosotros sólo el recuerdo.


La muerte del canario

La muerte del canario

 El tema ha sido tratado muchas veces en literatura. Lo recoje Juan Ramón Jiménez en Platero y yo. Lo trató el turco Cafrune, junto a Marito, en la canción El niño y el canario. Es obvio, se trata de la muerte del canario. Ese dulce pajarillo que por unos pocos años ameniza nuestro día a día con su alegre canto. Porque sin duda es el canario el mejor cantor en el concurso de las aves. Contrasta la belleza de su repertorio con la monotonía de su vida recluida, a la que correspondería una triste melodía. Pero el canario parece gozar en el reducido ámbito de su jaula. Es un ave del hogar y no de la intemperie. Ignora la libertad, pero su recompensa es la belleza. Durante unos años compartimos sus dones, a cambio de cuidarlo y  de dispensarle una vida regalada. Quieras o no, poco a poco se le va tomando afecto y crece nuestro agradecimiento por convertir la aridez de nuestro silencio en una delicia sonora.

En casa también había un canario. Se lo regaló a mi padre un criador de aves. Durante algunos años, desde su jaula de alambre, amenizó las mañanas de nuestra galería con sus trinos vibrantes. Pasó a ser uno más en la casa, con una entidad propia, a quien nunca faltó su agua y su alpiste y nuestro beneplácito. Así pasaron unos años, hasta que una mañana nos extrañó su silencio, la ausencia de ese canto que prodigaba celebrando los tempranos rayos del sol. Todo aquel invierno lo pasó con la cabeza escondida entre el plumón, que se había vuelto albo, sin volver a cantar. Un mediodía de inicios de primavera lo encontramos muerto en la jaula. Hecho una bola blanca e insignificante. Cualquiera se hubiera deshecho de él arrojándolo a la bolsa de basura de aquel día, pues la vida contemporánea nos insta a ser prácticos. Pero mi padre, comprendiendo que representaba el óbito de alguien cercano, lo metió en una cajita y caminando hasta la parcela de campo más próxima, lo enterró en la tierra húmeda, bajo un manto de hierba. Es un ejemplo que todavía me conmueve y que sin duda Dios se lo tendrá en cuenta.

Nietzsche

Nietzsche

 En estos días leo "La cultura de los griegos", título correspondiente a las obras completas de Federico Nietzsche, editado por Aguilar. El libro lo componen las lecciones impartidas por el joven profesor Friedrich Willhelm Nietzsche durante su período docente en la universidad de Basilea. Tenía referencia de tales estudios desde que comencé a leer al filósofo, no había cumplido aún los veinte años; sobre todo en algunas semblanzas biograficas de sus obras dispersas, que yo leía preferentemente en Alianza Editorial, a cargo de Andrés Sánchez Pascual. En dichos prólogos, se hacía con frecuencia mención a esta etapa juvenil del pensador, que por entonces era tenido por su maestro Ritschl como una promesa de brillantisimo porvenir en el campo de la filología clásica. En dichas lecciones se observa hasta qué punto Nietzsche había alcanzado una proverbial erudición en dicho ámbito, y su trato con el mundo griego era intimísimo, como de andar por casa. Tales conocimientos constituían sus fundamentos, y resulta casi imposible comprender a fondo al Nietzsche posterior si tener en cuenta su filohelenismo. No obstante, él fue consciente de que tan esmerada erudición libresca era una rémora para su desarrollo vital. De semejante particular sólo puede ser consciente el hombre entregado en cuerpo y alma a una labor investigadora, tarea que tiende a prefigurar a quien la ejerce un talante como de "rata de biblioteca", carente de esprit y pasionalmente exangüe . Acaso esta exhacerbación de su desarrollo intelectual lo mostraría carente en otros aspectos humanos. Poco conocemos de su vida más personal y amorosa, salvo que contrajo la sífilis, seguramente durante un escarceo en un prostíbulo napolitano, y su enconado deseo de contraer, yendo ya para los cuarenta, matrimonio con la joven Lou Andreas Salomè, mujer singular en muchos sentidos´. Junto a su amigo Paul Ree, igualmente enamorado de la joven, vivieron un paradójico menage a trois.

Pudo haberse anquilosado el bisoño profesror ejerciendo la docencia, rastreando con ojos minuciosos y miopes entre el legado clásico, pero su complejidad emocional exigía respuestas. Algo impensado, no obstante, se adelantó variando sus expectativas. El encuentro con la enfermedad le distanció de la cátedra y   propició la reflexión, facilitando al filósofo su cambio de piel, con la que restauró su alma como las serpientes mudan de vestidura. Cuanto lo que para cualquier espíritu árido la lectura  constituye un riego fertilizante, para el saturado por la erudición libresca la misma se configura como un vicio contraproducente que impide el desarrollo sano de la propia personalidad. En esas horas bajas de debilidad, el enfermo se reencontró a sí mismo. Durante las diferentes crisis como indefinido convaleciente Niestzsche rehusó abrir las páginas de cualquier libro. En esos dilatados veranos, en climas suaves para salvaguardar la salud, seguramente vagaba por las montañas y valles de Sils María, en la Alta Engadina Suiza, sin ningún ejemplar de imprenta bajo el brazo. Únicamente la pureza de ese aire revitalizador haría posible la visión cuasi profética del Zaratustra, mensaje para todos y para nadie, con cuyo espíritu se remontaba como a las cumbres las águilas, alejándose de los abismos nihilistas. La poca luz que su ojos enfermos le aportaban, debía de reservarla para vislumbrar lo esencial. La gestación de la obra a la que estaba llamado; esa obra que abrió sus surcos desafiando los imponderables, esencialmente esa mala salud, y en cuyos postulados auguraba un antes y un después para la civilización. La llevó a cabo como pudo, filosofando a martillazos; mediante el aforismo del que fue maestro; desmenuzando la cultura griega hasta darle la vuelta al último pliegue de sus postulados; dinamitando cada dogma que apuntalaba su época; triturando el racionalismo y practicando un personal sepuku con el viejo hombre que predominaba en él, el pesimista schopenhaueriano admirador de Wagner. Porque "En Nietzsche contra Wagner" denunció la decadencia que gangrenaba la cultura. Si vindicó el aporte del músico al arte en "El nacimiento de la tragedia...", inspiradísima obra de juventud, que fue denostada sin embargo por la ortodoxia académica, denunció su  contaminación en "El caso Wagner", tras su decepción en los fastos de Bayreuth. Supo apreciarse lo bastante a sí mismo como para no eclipsarse como un wagneriano acrítico, entre sus vapores delicuescentes y odaliscas marimacho. Herido como Anfortas, no se plegó a la lanza que le tendía Parsifal, sino que dio carpetazo al genio, advirtiendo en él acaso un esoterismo malsano. Quiso con su "Anticristo" silenciar al Graal.

 Nadie calibró una identidad con mayor tino que Niezsche en su Ecce Hommo. Reconocía su buen olfato en cuestiones psicológicas. Decía compartir tal facultad con Stendhal. El Ecce Hommo fue uno de sus libros esenciales que releí con mayor fruición. Gustaba de indagar, fisgón, en el striptis de un alma noble. Conservo la primera edición de Alianza completamente deshojada. Destaca en la obra su egotismo: por qué soy tan sabio, por qué soy tan inteligente, por qué escribo tan buenos libros, etc. Destaca también  en él la osadía de parangonarse al Cristo del martirio. Pese a ser hijo de un clérigo, Nietzsche no penetró la decisiva esencia del cristianismo. Se ensañó racionalmente en el entredicho de su moral, hacia la que mostró una radical beligerancia, y en su función histórica,, civilizadora, sin ahondar, sin embargo, verdaderamente en el misterio. Sobre esto cabría indagar en cuál era el concepto filosófico que Nietzsche tenía de Dios. Seguramente, el desarrollado por la filosofía alemana hasta Hegel. Su metafísica la había asimilado en Schopenhauer. Pero en cuanto a este tema también su formación filológica tuvo algo que decir. En ese primer libro "El nacimiento de la tragedia" nos expone ya tal metáfísica, cuyos coceptos maneja según los griegos. Su respuesta la buscó en su panteón y en sus misterios. Ya en su acaso, sumido en la demencia, se identificaba como discípulo de Dionisos. En ese hermoso libro intuye esas dos naturalezas que fluctúan en lo humano, la Apolínea y la Dionisíaca. Una de sus mayores intuiciones. ¿Acaso consideraba a Cristo como un nuevo Dionisos? Como para Nietzsche no había más más allá que la vida, todo misterio se ligaba a la inmanencia del mundo natural. En Dionisos Zagreo se cumplía la regeneración cíclica de lo viviente. No había un orden espiritual, sino el natural que la voluntad generadora nos representa. Por eso su übermensch bebe en Darwin y no pasa de ser una conjetura. Ese übermensch con el que ha suscitado mayores contradicciones su obra, tergiversado el tema probablemente por su hermana, que relabroró el estudio "En torno a la voluntad de poder", en donde se trata de dicho asunto. Hermana de la que disentía y de la que fatídicamente acabó dependiente. Relación forzosa y tóxica, la cual retrató en "Mi hermana y yo". Elisabeth Föster-Nietzsche que acabó formando parte de la corte hitleriana.

Nietzsche en el XIX constató la muerte de Dios. Un reino que ya se había visto cumplido en su proyección historica, según Hegel. Tocaba, pues, pasar página. Así sería si no fuera el Verbo el que tiene la última palabra, pues nunca pasa. Y ahora nos advierte: Nietzsche ha muerto. Nadie gusta ya sus chascarrillos ateos, ni tolera la vigencia de una verdad desesenciada, dialéctica. Toda la iconoclastia decimonónica se ha ido desvaneciendo con el declinar del siglo XX, durante el cual la civilización se desangró por sus heridas, y la botas de la indiferencia pisotearon las flores del perdón, prodigando el yermo de las almas. El hombre ahito de mirarse en el espejo de su egolatría no encontró el peldaño por el que ascender hasta la nueva criatura amoral. Las naciones de hoy vuelven la mirada a Dios, el viejo nuevo nacimiento es la sola esperanza para el hombre pasajero y devastado; éste anhela volver a mirarse en el espejo eterno. No hay otra fuente que sacie. Porque lo humano sólo se supera en el amor, que nunca es demasiado humano. El amor es el camino que nos transforma, que colma toda ansia, que restaña la herida que atormenta al ser, que responde a nuestra perplejidad de criaturas, que devuelve el gozo a nuestras entrañas desgarradas. El ser sin Dios es incompleto, sólo una razón guía el universo.


En torno a Platero y yo

En torno a Platero y yo

 Platero y yo, por lo poco que se le recuerda, se diría un libro trasnochado. He oído decir incluso, a gentes que no aman la palabra, que es un libro cursi. Para mí, sin embargo, tiene un profundo calado y hace estremecer las fibras íntimas de mi  sensibilidad. Lo considero uno de los libros fundamentales de nuestra literatura. Con una proximidad al lector análoga a la del Quijote. Porque, ¿cuántos son los libros redondos de nuestro canon? Tras el Quijote, tan sólo unos pocos. ¿ El buscón? Algo de Bécquer, Las sonatas de Valle, ciertas página de Azorin y Miró. Para algunos La Regenta; según otros el Lorca más inspirado. Entre todos ellos hay un hueco para Juan Ramón y Platero y yo.

He oído decir que la personalidad del poeta tenía poco en común con su obra. Su críticos lo tildan de neurótico y malediciente.Seguramente, era un hombre celoso de su trabajo, en el que empeñó todas sus energías. Fue poeta en todos los aspectos, cultivó todas las vertientes que reclama el númen. Su verso tiene una crístalina elegancia, cuajado de aires fragantes del sur. En cuanto a su prosa, es sencilla y honda, lírica y elegíaca, pulida como una joya en la que se ha limpiado toda impureza. Está escrita para lectores en los que perdura el vergel de la infancia, para hombres maduros que aún conservan una mirada cándida de adolescencia.

Períodicamente recurro a la lectura de Platero y yo; su candor se pega a mi alma como una lapa. Lo leo como se leen los libros inspiradores, apurando lentamente su néctar y tratando de no desaprovechar ninguna de sus esencias. Me cuesta decir lo he concluido. Lo saboreo saltando al azar por sus episodios, según me dicta el ánimo del momento. Esta suerte de lectura sólo es análoga a la que reservo para La Biblia, En ésta me gusta saltar de un libro a otro, seleccionar pasajes, elegir, por ejemplo, los salmos predilectos del libro de David. Así releo Platero...Aguzo el oído para escuchar los rumores de su prosa, la agonía policroma del crepúsculo en Moguer, la esencia mestiza de Andalucía. Sí, Platero y yo ocupa ese rincón aparte en el corazón de la lectura.