Viendo una entrevista que realizó Jesús Quintero a Fernando Sánchez Dragó, a propósito de su libro exitoso Carta de Jesús al Papa, en cuya portada se observa un montaje fotográfico del difunto Juan Pablo II, echándose las manos a la cabeza, costernado por la lectura del libro, el escritor llegó a sentenciar que lo que difunde la iglesia no es una teología de la liberación sino de la dominación. Tal aserto me dejó preocupado un momento, pues es un temor que en muchos de los que se han acercado a la religión se ha suscitado. Más si cabe si el neófito tiene alguna referencia de la filosfía de Nietzsche y su moral de pastos de rebaño. La religión contempla esa realidad de nuestro ser que pernanece solapada en lo inconsciente; en ella se resuelve el conflicto de nuestra espiritualidad. Ni que decir tiene que tal terreno pernanece en la incertidumdre, y que solo la mística facilita explorarlo. Casi todos los hombres a lo largo de su vida han sentido que una voluntad superior observa sus actos y se inmiscuye en su trayectoria, juzgándola mediante ese interlocutor llamado conciencia. No obedercerlo nos acarrea desagradables consecuencias de orden psíquico. Entidades supreriores de dominio a nivel consciente las experimentamos diariamente bajo el poder politico y de las leyes, a las que hemos de someternos bajo amenaza de severas sanciones y correctivos. Sin descartar, bastante más solapado, a ese ejercito de alimañas que circunda la pacífica manada, tirano de las sombras, atento a todo aquel que se rezaga o descarría, adivinando la debilidad de esa pierna que cojea o la soledad vulnerable. Descubrir que a nivel espiritual también existe una autoridad omnipotente a la que debemos someternos, incluso adorar, bajo amenaza de notorias desventuras o torturas eternas, es algo que destruye nuestro ya estrecho germen de libertad en que seguíamos confiando y que se proyecta como resbaladero donde se desmoronan muchas de nuestras convicciones y yunke donde fragmenta o templa nuestro propio yo. E poi si moeve. A la mayoría Jehova se manifiesta en el despeñadero, como a Abraham en el momento del sacrificio.
He tenido la tentación de leer el libro de Dragó pero su estilo declamatorio, nervioso, persuasivo, me ha hecho desistir. En Dragó late el problema de la Fe; el cristianismo visto desde fuera es locura, solo se realiza en la experiencia viva de la comunión. Únicamente se manifiesta en la vivencia interior, en aquel que se entrega a la voluntad soberana del resucitado y permanece como ese pámpano siempre aferrado a la vid. La actitud de Dragó me recordaba a la de la Samaritana en el pozo de Jacob, cuando ésta se muestra dispuesta a recibir el agua viva y Cristo le argumenta una condición moral para recibirla. A Cristo solo se llega a través del arrepentimiento, lo cual es una forma de ponerse de hinojos como súbditos frente a su rey. La fe es un misterio que no se acaba nunca de penetrar. En cualquier caso, una experiencia filial.
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