Caminaba por la orilla de la playa. Las olas rompían mansamente. Un viento noroeste, algo fresco, rizaba la tersa superficie. Entre esos dos azules mironianos, mi espíritu se llenaba de fervores y nostalgias. Un mercante permanecia inmóvil en el horizonte, trayéndome recuerdos pretéritos. Momentos en los que yo soñara con su singladura. En cada puerto que atracara se renovaría la aventura. Entonces aquel otear la vastedad marina avivaba mi imaginación, llenando mi interior de apasionados disfrutes. Convengo en que hoy mi mirar es lacio, algo cohibe las puertas de la imaginacion, silenciadas bajo la doble llave de un cerrojo de desengaños. Donde otrora hubiera ilusión, hoy prevalece cierto excepticismo. Y es que paraliza comprender que la experiencia es dolorosa, que el crudo dolor se agazapa siguiendo nuestros pasos, para salir a encontrarnos en el recodo del camino. ¿Por tan amargo sino, renegaremos de la vida? Buda quiso obviarlo; Cristo abrazó su cruz. Buscar el deleite disipa; el dolor, se dice, purifica. El primero se agota en sí mismo; el segundo se manifiesta como paso a otra realidad. Entre el nacer y el morir se nos desgarra la vida. Aguardemos que tras el culmen del dolor devendrá el alivio. Por cuanto todo en la vida gira en torno al primero, deberá existir una justificación para éste, aunque los hombres no la sepamos explicar. ¿El fluir, el cambio, lo efímero, el propósito divino...?
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