Podía ver la calle tras los cristales de la ventana. Ésta se hallaba protegida por un tosco enrejado. Hasta ella acudía yo muchas tardes, como las moscas a la luz. El desasosiego infantil se resistía a cualquier clase de encierro o disciplina. Solo pensaba en jugar. En satisfacer mi espíritu inquieto. Cuando medianamente habia cumplido mi tarea, lo arduos deberes que tendría que presentar la mañana siguiente en la escuela, me acercaba a la ventana, antes de que la penumbra crepuscular sosegara el bullicio de la calle. Todavía la cruzaban algunos muchachos rezagados del colegio, y se escuchaban los gritos de otros privilegiados que satisfacían sus juegos en la otra esquina de más arriba. En el chalet de enfrente las primeras sombras se confundían con las copas del arbolado. Lo habitaba un matrimonio anciano arisco a toda bullanga infantil, y muy susceptible a que trepáramos por la tapia de su propiedad para localizar la pelota que se habia colado, consecuencia de un chute incontrolado. Casi siempre era Pedri, el más fornido de nosotros, quien la golpeaba con la suficiente fuerza para sobrepasar el muro e ir a caer en el jardín de los ancianos. Tal circunstancia nos contrariaba, pues pelota que caía, el propietario se negaba a devolverla. Conociamos tal riesgo, pero ello no nos inhibía de organizar diariamente el partidillo, que acaso concluiría cuando cualquier potente puntapié describiera una alta parábola que salvara el muro lindero, conllevando la pérdida del balón, costosísima si éste fuera de reglamento. Tales partidos, eran frecuentes; bastaba conque nos juntaramos tres o cuatro chavales y un balón en condiciones para dar patadas. Se celebraban antes de las comidas o durante las tardes que no había colegio, excepto los sábados, radiantes días, cuando nos encaminábamos a la campiña cercana, donde en un terreno aplanado se había habilitado una cancha de juego. Dos piedras a ambos lados bastaban delimitar las porterías. Se jugaba sin árbitro y al buen tuntún. Excepto cuando se sumaban al juego algunos muchachos más crecidos, o más resabiados, y amenazaban con jugar a escayolar, llenando de hiel el inocente esparcimiento.
Sí, desde aquella ventana yo pudía contemplar todo el universo que me importaba, y que se abría ante mí cada día, hasta la hora de la llegada del empleado municipal, quien , desde su bicicleta, con una pertiga bien larga percutía el elemental contacto de la bujía, situada en lo alto de un poste, que apenas lograba alumbrar con su tenue luz la densas tinieblas. La calle entonces se volvía silenciosa, y entonces podíamos meditar sobre todos los rigores que nos afrentaban. Esas carencias que suplía nuestro entusiasmo precoz por la vida, pues entonces ésta se justificaba por sí misma y no había que buscar razones para vivirla . Pero ya otro día, lo dejo en suspenso, me asomaré de nuevo a esa ventana, donde bajo la luz de la memoria retornará la vivencia con la que se mantiene fresco el manantial del alma.
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