ODA A JEREMÍAS JOHNSON

 


¡Para él va este canto, 

a quien fuera el águila

vencedora de los cuervos

y cuya leyenda recogiera

la memoria de las cumbres

por la nieve coronadas!



Se llamaba Jeremías Johnson

y quería ser hombre de las montañas.

Abandonó el valle y las rutas del mar,

atraído por el gélido silencio de los riscos,

que remontan el techo de las nubes

en diálogo estrecho con los astros.

Un trampero en cierto store 

le habló de vírgenes espacios

allende las praderas,

en esa espina dorsal de América

conocida por Rocosas. 

Alli se encuentran picos

de altura inmaculada,

y parajes inauditos de perpetua nieve;

y aunque de hecho por esos años

ya la caza había mermado,

todavía su comercio sustento procuraba.

Johnson, sediento más de vastedades

que de tumulto humano , no dudó

y soltó sus ataduras, ávido de libertad.

Desorientado y harto del sinsabor del mundo,

remontó las turbulencias de un gran río

en una balsa de troncos, con pioneros

a quienes aún tentaba el resplandor del oro,

hasta una colonia aislada en la cordillera.

No demoró mucho en resolver sus tratos,

hizo acopio de pertrechos

 y, sin desandar sus pasos,

se adentró temerario en la foresta,

a lomos de una yegua, el refuerzo de una mula,

 su escopeta, más sus ansias de aventura;

olvidando los afanes del llano,

sus ambiciones y  pendencias,

celebraciones y guerras; vislumbrando

un punto del horizonte inalcanzable

donde averiguar entre la majestad de piedra

si existe un Dios sobre la tierra

que habite las altas cimas.

A su vista se extendía lo ignorado,

un albur de incertidumbres y promesas,

un libre espacio de soledad,

de bosques y de prados,

de desfiladeros, grutas y corrientes,

de barrancos y vaguadas,

promontorios y riscos, cumbres

desde donde se tocan las nubes,

y bajo las que se divisa

un edén no profanado

donde merodea el oso, aúlla

el lobo bajo la luna helada,

pace el ciervo junto a los arroyos, 

y domina los cielos el águila blanca, 

avizorando vertiginosos abismos

y recortando el paisaje con sus alas.

Desde la altas cimas nunca escaladas

bajan tempestuosos los torrentes,

saltan sobre las peñas en cascada,

hasta alcanzar los valles convertidos

en afluentes, junto a los que el indio,

altivo y belicoso, de huraño trato,

asienta sus tiendas y abrevan las manadas.

Crows, arapahoes, cheyenes, pies negros,

siuox, penetraron el bosque umbroso

en épocas legendarias;

y aletargados bajo el tipi,

junto al calor de las brasas,

sucediéndose las edades

transcurren sus largas invernadas,

levantándose aguerridos,

con renovado vigor, las primaveras.

Cazan, pescan, guerrean,

curten sus pieles, festejan,

adoran sus totems, rehuyen

la vecindad del europeo

y persiguen al bisonte en las praderas.

El recién llegado con ellos topa

en encuentros esporádicos;

de lejos los sorprende

en su vagar furtivo;

se siente observado cuando

captura a la trucha en el río,

acecha a un ave o en el roquedo vivaquea.

Evita cualquier rencilla 

que pueda romper tal concordia,

la tácita desconfianza de ambas razas.

Por eso busca las tierras altas

donde sus caminos no coincidan,

eludiendo las fronteras invisibles,

ese palmo vedado de terreno

donde el piel roja acota su despensa

o habilita sus sepulcros y sus cultos.

Cae la nieve, y queda aislado;

solo tiene al fuego por amigo,

cuya chispa el pedernal inflama,

iluminando las noches

con resplandor de estrellas,

bajo el que duerme u observa.

Caza, sestea, sus trampas tiende,

por si en ellas atrapa algún castor

u otra especie cuya piel se precie.

En derredor todo es silencio,

salvo una voz que le habla, la soledad.

Se tarda tiempo en conocer el monte,

la espesa fronda, el silbar de viento,

la lluvia, la helada, las crecidas,

el pozo de las noches cuando no hay luna,

del rumor del bosque las muchas voces,

el eco ensordecedor de las alturas.

El neófito, paso a paso, las artes

de sobrevivir aprende en la foresta;

se adiestra en zurcir sus pieles,

se aclimata al rigor de la intemperie,

al acecho cruento de las fieras;

alivia algún momento sus males

compartiendo liebre con algún anacoreta

que el bosque profundo acoge

como el regazo de una madre atenta.

De ellos aprende el sentir 

sigiloso de los montes,

el calado de la soledad

(sólo el rifle le acompaña),

el comercio con el indio

y el sendero de esa libertad 

que nunca se acaba de encontrar.

Por su roce habituado con las tribus,

fruto del trueque y la matanza,

cupo el azar favorable

de obtener mujer y un niño abandonado,

teniendo que variar, obligado, su gusto

por la trashumancia, el vagar sin saber

la seguridad de mañana, y buscar

un terreno donde emplazar una cabaña.

En levantarla pusieron sentido y sudor,

el huérfano, la india y el cazador;

sobre cimientos de sueños que perduran,

seis manos construyendo una esperanza.

Cuando estuvo acabada,

en ella recuperó la sencilla

experiencia del hogar, la comodidad 

del techo olvidado de la infancia,

cómo sabe el calor de una mujer

bajo las mantas,

el juego infantil frente a la casa,

y el gusto de la pipa junto al brasero...

Recupera con tal trato la blanda sonrisa

el hosco rostro ultramontano;

delicada se torna su rudeza asilvestrada.

Meses disfruta cual regalo tal idilio,

hasta el día cuando parte,

solicitado por el yanky, a rescatar

a unos colonos en la nieve extraviados,

varados carretas e ilusiones sobre un barranco.

Y sin saber por qué ni cómo

Se rasgó el sutil velo que mantenía

indemne la convivencia con las tribus,

la tácita armonía entre las almas,

la ley callada de la tierra.

Ignorante la partida ha profanado

el reino de los espíritus del indio,

la paz inviolable de sus muertos,

al cruzar sigilosos el tétrico cementerio

entre los montes acotados de silencio.

Con intuitivo instinto, veloz

percibió el trampero signos en los cielos

y los bosques que auguraban amenazas,

Ráfagas de incertidumbre helada

que calaban hasta el hueso.

Durante el regreso a casa,

un presentimiento hostigaba sus entrañas

y mortificaba sus sesos.

Cuando llegó, no tuvo más 

que confirmarlo: los halló muertos;

a su India y al muchacho;

torturados y masacrados a lanzazos

por una partida de Crows sanguinarios, 

que en sus cadáveres saciaron 

el sádico apetito de aberraciones y ritos.

Nunca pensó que su pecho

pudiera albergar tan hondo quebranto.

Arrojó al fuego cada vivencia

cuyo recuerdo pudiera remorder

el firme propósito de conciencia.

Con la cabaña ardieron todos

los lazos que lo unían a una tierra,

a un refugio y a un amor;

para la vida sólo restaba el errabundo

sin hogar y sin destino,

sombrío jinete desalmado

entrevisto en el páramo o el alcor.

Cualquier humano afecto

le había sido proscrito;

en su fuero sólo alentaba la fiera

vengativa, de sangre sedienta,

ávida de muerte y violencia.

A los viles cuervos asesinos los mató

en la noche, cuando bajo la luna

sus cruentos trofeos festejaban,

no dándoles tregua en la ruda pelea

ni sosiego a su furia justiciera. 

Frente a sus rifles, de nada

sirvieron la flecha y el tomahawk,

el lanzazo o la seca cuchillada.

Perpetrada la matanza,

descansó junto a los muertos

de su esfuerzo monstruoso,

a su vez malherido y roto,

hasta una nueva alba de terror.

Desde entonces los salvajes,

rota la ley de los lares montañosos,

jugaron con él al ratón y al gato.

Los más feroces guerreros Crow

seguían de cerca sus pasos,

en busca de un galardón

que colmara sus ínfulas de machos.

No quedaba mayor honra en la tribu

que alancear al altivo enemigo

que el valor de sus bravos humilla,

y que de sus vísceras extirpadas

engulle del vigor la semilla.

Muchos valientes le retaron,

o lo sorprendieron por la espalda,

o se batieron con furibunda saña.

Pero sólo la derrota granjearon,

la herida del puñal en sus entrañas,

la bala que su corazón desgarra,

el abrazo de la muerte helada.

Su fama de invencible traspasó

la majestad de las montañas 

y se divulgó de aldea

en aldea por la pradera.

Su mito y asombro de bravura

todavía recorre esas alturas,

donde su grito dominador aún se proclama.

Y lo recuerdan los niños en sus juegos

y se dice que los indios lo veneran,

lo celebran en sus danzas

y que, reunidos en tribales ceremonias,

relatan la memoria de sus hazañas,

y aún advierten que en sigilo merodea,

a caballo y bien armado,

tras de quienes visitan esas montañas..








Modos de mirar la luna

Modos de mirar la luna

 

MODOS DE MIRAR LA LUNA



Luna nimbada de agosto,

luna perlada en invierno,

luna que mira el fondo del pozo,

luna menguada de amores nocturnos,

luna velada en la aurora fría,

luna del recuerdo donde

comparé su soledad a la mía,

luna a la que ladra el perro

persiguiendo su rastro de sueño,

luna donde el tiempo se mira.


Leyendo el Verano, de Camus

Leyendo el Verano, de Camus

 He leído el librito El Verano, de Camus, por recomendación de Manuel Vicent en la presentación de su biblioteca personal. Muchos son los acentos de esta breve obra, la añoranza por lo fugitivo, la pulsión mediterránea que el propio Vicent resalta, la reflexiva cávila  por la condición incierta y pasajera del hombre. En ella Camus describe su terruño, ese Magreb de aridos ocres, tórrido, bendecido por la caricia salutífera del  Mediterráneo. He apreciado la garra de la prosa de Camus, precisa como en los mejores momentos de El Extranjero. Pero de todo el libro me ha quedado grabada una frase referente al alarido del Don Giovanni, de Mozart, cuando es asumido por las tinieblas eternas. En estos días visiono en You Tube una puesta en escena de dicha ópera que verdaderamente me ha sobrecogido, interpretada por Samuel Ramey y Kurt Moll. En muchas de las escenografías de esta obra la pléyade diabólica que acude a la captación del réprobo, se sugiere como una escuadra de demonietes carnavalescos, entre llamas de artificio, dispuestos a escarnecer al condenado. Pero en éste particular montage los demonietes son suplantados por cadáveres y espectros que brotan de las entrañas de la tierra con propósitos nada halagüeños; en el mejor de los casos engullirlo hasta las grutas de Proserpina. Al disoluto no le queda más recurso que el grito, tan desgarrador que sacude la inocencia de las almas que lo escuchan. Un grito cuya calidad nos estremece, porque abarca la desesperanza de la muerte, los tormentos de la condenación. Un grito que solo comprende la experiencia pecadora. Entiendo sin embargo que tal grito es incomprensible desde el absurdo existencial de Camus, pues en el va intrinseco una conciencia del bien, la dualidad moral de lo vivo, no el desaliento inerte del vacío, de la nada que envuelve al hombre escindido del cosmos.

A la estatua de Adolfo Suárez

 


En el medio de la plaza

estás plantada, a los pies

de esas murallas que no olvidan

el recuerdo de España.

Desafiando esa intemperie

cruda en los inviernos,

tórrida en estío, sin sombrero

ni paraguas  que mitiguen 

y la escarcha y la canícula.

Contemplando esos muros

quietos y el paso lento

del tiempo sin relojes.

Vistiendo el traje sobrio

que exigían tus funciones

y la pose gallarda, 

serena la mirada,

de quien supo reunir en esperanza

 a las dos Españas enfrentadas.

Asi recuerda Ávila,

mística y fría,

tu posteridad sosegada,

tu vida valiosa

y tú muerte desconsolada.


LA HIGIENE ÍNTIMA DE ANTONIO MACHADO


 Hoy, 10 de febrero de 2024, he realizado una excursión  a Segovia. La ciudad parece vivir, así como Toledo, del turismo, procedente en su mayor parte de Madrid y compuesto por una muchedumbre heterogénea que busca ese matiz peculiar de lo que significa España. Como Toledo, Segovia también rebosa historia; su fundación parece remontarse a los romanos, quienes construyeron su monumento más significativo: El Acueducto. Logradísima obra de ingeniería que se ha mantenido en pie desde hace casi dos milenios. Dos polos dispares atraen en la ciudad al visitante, el monumental y el gastronómico. Numerosos ejemplos se suman al primero de ellos, haciéndonos admirar el románico de sus iglesias, las tracerías góticas de los ventanales en algunas moradas, la belleza de sus plazas seculares, y la singular arquitectura en muchos de sus edificios, entre los que destacan la casa de los Picos y los palacios cuyas fachadas realzan la plaza de Juan Bravo, acaso la más sugestiva de la ciudad. Sobresale entre los itinerarios posibles de la misma el viejo barrio de la judería, ceñido por las pretéritas murallas medievales y con unas vistas imponentes sobre el barranco donde otrora discurriera el Eresma. Y, claro, no pueden faltar las tres joyas monumentales que la caracterizan, contando con  su plaza Mayor: el Acueducto, la Catedral, y el Alcázar.

El otro polo, el gastronómico, goza de numerosísimos ejemplos diseminados por la urbe, donde afamados restaurantes ofrecen su menú más típico, compuesto de judiones, cochinillo asado y ponche segoviano como postre. A los pies del Acueducto se sitúa el establecimiento de más renombre, Casa Cándido, cuyo legendario fundador enseñaba por televisión a los españoles de pasadas décadas a preparar, servir y saborear el cochinillo.

Es recomendable visitar casi todos sus monumentos. Admirar el Acueducto en su prolongada extensión, visitar las joyas de la Catedral, y la significación histórica del Alcázar. Pero junto a éstos indispensables emblemas segovianos, la ciudad ofrece otras opciones, acaso más modestas pero que suscitan también interés. Entre ellas se encuentra las casa en la que habitara durante sus tiempos como profesor en Segovia el poeta Antonio Machado. Nos es Segovia la única que recoge esta memoria del itinerario machadiano; la secundan Soria, donde subsiste el aula del instituto donde dio clase y la iglesia en la que contrajo matrimonio con Leonor, y Baeza (Jaén) donde creo que asimismo se conserva la modesta clase donde ejerció la docencia. Pero en Segovia, ya digo, este espacio lo reclama la modesta pensión donde habitó. Había visitado el lugar en un viaje precedente, pero esta vez lo encontré algo cambiado. Parece ser que las autoridades municipales y culturales han comprendido la importancia que para la ciudad reviste el haber tenido al poeta de Campos de Castilla como huesped. Y al parecer han decidido actuar en consecuencia. De la visita de años atras recuerdo una morada viejísima, algo desasistida, de la que sólo llamó mi atención el humilde cuarto del poeta. En mi reciente visita, nada más entrar me tropiezo con una estanteria nutrida de libros y objetos de índole machadiana. Existe una taquilla donde exigen abonar una cantidad al visitante como entrada, que incluye un servicio de audio guía por el que una voz impostada te va poniendo en antecedentes de los pormenores de la vivienda y las vicisitudes del poeta

 Pertenecía el inmueble a una casera de nombre Remedios, aunque quiza mi memoria yerre, dama pulcra y `pundonorosa que hospedó al venerable poeta, a quien tras su muerte procuró que su recuerdo perdurara en las estancias, cuidando los objetos y documentos que le pertenecieron. Hoy día en la casa, además de haber sido tomada por el reclamo turístico, se reconoce que se han volcado en ella las entidades culturales ciudadanas. Sus rincones rebosan homenajes de todo tipo, descriptivos o fetichistas, tratando de transformar la figura del poeta en sujeto de curiosidad e interés hasta para quienes no han leído un poema en su vida.

Durante mi periplo por la casa, llena de objetos que probablemente muchos de ellos no estuvieron a la mano de don Antonio, lo que más me impactó fue el aseo. Una toilette que me recordaba las precarias condiciones de los aseos de antes, paupérrimo y destartalado, con un lavabito y un water descarnado, coronado por una  desportillada cisterna de esas de cadena, anteriores a los usados en los últimos lustros del pasado siglo. Desgraciadamente, se me antoja que ese Machado anterior a la II ª República no gozaría, ni en tan misérrimo estado,  de los beneficios que la marca Roca prodigó por la geografía nacional, y tendría que conformarse con un ominoso retrete de ladrillos o argamasa seguramente, al que habia que anegar con pozales de agua para que los detritus discurrieran por los inadecuados desagues. Seguramente, Machado, en su modesto dormitorio, frente a la cama de barrotes metálicos, dispondría de una jofaina con los que  cumplimentaba sus enjuagues y abluciones, a los que se restringía el breve aseo de otros tiempos.  Pero, ¿ y la poesía? Como el poeta sabía encontrarla en las pequeñas cosas, no le quedaba más que escrutar a través de las ventanas y reparar en los tejados musgosos de las casas bajo los que se esconde la vida castellana. De esa Castilla que estremecía el corazón de los noventayochistas.

 

El culto de los héroes

El culto de los héroes

 En este último viaje a Madrid, está mañana, durante la visita al Rastro, he descubierto que en la placa conmemorativa al ínclito Cascorro, puede leerse: A Eloy Gonzalo, el pueblo de Madrid. "Casual" coincidencia con el apellido del sargento de brega con que me tocó lidiar en la mili, en el cuartel de Oviedo. Ahora comprendo las osadías del gallardo sargento y su apremio por emular a su tocayo héroe de Cuba, a quien nos ponía como modelo ejemplar de soldado. De mi sargento del Milán ignoro si granjeó alguna distinción al valor o recabó alguna "vidilla" frente a la sombra que imponía Cascorro. El valor como a todo quisque se le supone.

Trasladándonos a otra parte de Madrid, en la plaza De Oriente, se erige otro monumento a un soldado que , como Cascorro, en el prolijo escenario de las guerras patrias, está vez en el norte de África, derramó su sangre en una acción gloriosa que mereció el sin par bronce que lo rememora, en lugar tan eminente. Se llamaba el cabo Noval y sirvió en el regimiento Príncipe 3, el mismo regimiento en el que yo presté mi servicio como soldado. Por el apellido debió ser asturiano. Hay algo emocionante en todo esto.