He leído el librito El Verano, de Camus, por recomendación de Manuel Vicent en la presentación de su biblioteca personal. Muchos son los acentos de esta breve obra, la añoranza por lo fugitivo, la pulsión mediterránea que el propio Vicent resalta, la reflexiva cávila por la condición incierta y pasajera del hombre. En ella Camus describe su terruño, ese Magreb de aridos ocres, tórrido, bendecido por la caricia salutífera del Mediterráneo. He apreciado la garra de la prosa de Camus, precisa como en los mejores momentos de El Extranjero. Pero de todo el libro me ha quedado grabada una frase referente al alarido del Don Giovanni, de Mozart, cuando es asumido por las tinieblas eternas. En estos días visiono en You Tube una puesta en escena de dicha ópera que verdaderamente me ha sobrecogido, interpretada por Samuel Ramey y Kurt Moll. En muchas de las escenografías de esta obra la pléyade diabólica que acude a la captación del réprobo, se sugiere como una escuadra de demonietes carnavalescos, entre llamas de artificio, dispuestos a escarnecer al condenado. Pero en éste particular montage los demonietes son suplantados por cadáveres y espectros que brotan de las entrañas de la tierra con propósitos nada halagüeños; en el mejor de los casos engullirlo hasta las grutas de Proserpina. Al disoluto no le queda más recurso que el grito, tan desgarrador que sacude la inocencia de las almas que lo escuchan. Un grito cuya calidad nos estremece, porque abarca la desesperanza de la muerte, los tormentos de la condenación. Un grito que solo comprende la experiencia pecadora. Entiendo sin embargo que tal grito es incomprensible desde el absurdo existencial de Camus, pues en el va intrinseco una conciencia del bien, la dualidad moral de lo vivo, no el desaliento inerte del vacío, de la nada que envuelve al hombre escindido del cosmos.
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